Viajes a ninguna parte

Extraños en un tren

La paz llegaba con el silbido de la locomotora. Veíamos el tren apareciendo en pantalla y apuntando hacia nosotros cada vez más lento hasta detenerse

'Con la muerte en los talones' (Alfred Hitchcock, 1959)

'Con la muerte en los talones' (Alfred Hitchcock, 1959) / La Opinión

Julio Pérez-Muelas Alcázar

Julio Pérez-Muelas Alcázar

Diría que la primera vez que me subí a un tren fue en la estación de Sutullena en Lorca. En los veranos de mi infancia abundaban los viajes a Águilas por esa vía férrea sobre la que hoy solo crece el tiempo y las malas hierbas. Siempre voy a estar en deuda con mi madre por regalarme aquellas aventuras. Ella nunca ha conducido y, a menudo, la única posibilidad de llegar hasta el apartamento de mis abuelos en las Delicias pasaba por tomar uno de esos cercanías.

Cuando me vienen aquellos días a la cabeza me pierdo en una serie de imágenes desordenadas con la estación de fondo: la lucha grecorromana con mi hermano, los nervios de mi madre a punto de quebrarse, otros niños dando botes de un andén a otro, o un grupo de gitanos con pollos vivos metidos en una jaula. Mucho me temo que ni el baile de falda de Marilyn Monroe sorteando los malos humos del tren en Con faldas y a lo loco hubiese silenciado aquel apocalipsis estival. Sin embargo, como por obra de magia, la paz llegaba con el silbido de la locomotora. Entonces nos poníamos en fila militar, muy atentos, algunos, créanme, hasta con la boca abierta, y veíamos el tren apareciendo en pantalla y apuntando hacia nosotros cada vez más lento hasta detenerse. 

Pienso en aquella sensación de ser rescatados por un ejército aliado, y creo que solo la he vuelto a experimentar con La llegada de un tren a La Ciotat de los hermanos Lumière. Si me torturasen y me pidieran quedarme con un único plano de toda la historia del cine, es muy posible que eligiese este. Es una escena cargada de misterio, como si una cámara hubiese viajado en el tiempo y se hubiese dedicado a filmar la vida de entonces. Cuentan algunas crónicas que llegó a cundir el pánico entre un sector de los primeros espectadores que asistieron a la proyección de aquel ‘caballo de hierro’. Puede que la anécdota haya sido exagerada, pero demuestra que aquella fotografía en movimiento poseía una fuerza insólita, y que este lenguaje prehistórico que más tarde pasaría a ser el arte cinematográfico tenía unas posibilidades imbatibles.  

'El tren' (John Frankenheimer, 1964)

'El tren' (John Frankenheimer, 1964)

Ya de vuelta en nuestro tren, todo parecía bastante tranquilo. Cualquier cinéfilo habría echado de menos algún rastro de Alfred Hitchcock para darle una cierta emoción a aquellos silencios incómodos. Por mucho que avanzásemos por sus vagones, allí difícilmente nos encontraríamos con un restaurante como el de Con la muerte en los talones. No creo que el dry martini que toma Cary Grant hubiese sobrevivido los violentos vaivenes de nuestro convoy de pecho de hojalata. De la misma manera, dudo que en medio de esa tormenta de sandalias y sombrillas para la playa uno pudiera tropezarse con un coche cama con ese ángel caído que era Eva Marie Saint. Siempre que me cruzo con un ferrocarril, juro que me acuerdo de sus labios.

Recuerdo que en una ocasión pararon el tren a mitad de recorrido y nos hicieron bajar. El revisor nos dijo que se le había prendido fuego a la máquina y que debíamos esperar a los bomberos. El cielo dejó por un momento ese color azul vacaciones y una nube comenzó a devorarnos. Tengo una imagen muy clara de mi madre con los dientes apretados, a medio camino entre el pánico y la verbena. A mí, en aquel momento, me hubiese gustado tener el valor de Burt Lancaster en El tren y con una metralleta haberme tirado por los terraplenes de alrededor y haber hecho mi propia guerra. Aunque, para ser honestos en nuestra comparativa cinematográfica, he de reconocer que aquello estuvo mucho más cerca de Buster Keaton en El maquinista de la general. Al menos, la secuencia contaba con esa comicidad calculada del genio de la era silente.

La nadería del inicio desaparecía en las montañas de Jaravia. Mirar por la ventanilla aquel océano de matorrales alrededor de la vieja estación me llevaba directamente a la sala de estar de mis abuelos, a esas tardes de balas y diligencias entrometiéndose en nuestras siestas. La llegada del ferrocarril a esos lugares recónditos significa la terminación del western. El tren trae consigo el triunfo de la civilización, el ocaso de una época salvaje y repleta de espíritus épicos. Sin embargo, abundan las reliquias que se sitúan en la frontera entre el antiguo y nuevo testamento de la historia americana. Me viene a la mente Gary Cooper mientras escribo. Creo que perfectamente hubiese podido subirse a nuestro vagón con esa parsimonia que lucía en El hombre del Oeste, arrastrando su oscuro y enigmático pasado. Tampoco hubiese desentonado verlo de un lugar a otro, plantándole cara al terror, acorralado como en Solo ante el peligro. Una parte de Gary estará siempre en los ‘cielos’ de Jaravia.

El viaje llegaba entonces a su final. Ya se divisaba el Mediterráneo, algunos pasajeros cogían sus objetos personales y se arremolinaban en los pasillos. Cuando se abrían las puertas todos salíamos en estampida a abrazar ese sol de horno de leña que reina en Águilas en los meses de verano. Yo le dedicaba una última mirada al tren. He comprendido algunos años después que mis ojos buscaban a la Audrey Hepburn de Ariane. Verla debatiéndose entre la vida y la muerte por un Gary Cooper otoñal a los pies de ese tren en marcha es de las despedidas más emotivas que nos ha regalado el cine. Entendí, hace no mucho, que Audrey Hepburn solo existe en mis recuerdos cinéfilos, pero su huella es tan real como aquel cercanías que sigue avanzando en la bruma que se ha formado con los recuerdos de mi infancia. 

Nueva York-Chicago

En El golpe (George Roy Hill, 1973). Si gustan, y les sobran unos cuantos cientos de dólares, durante este viaje nocturno podrán jugar una partida de póker con el mismísimo señor Lonnegan. Un pequeño consejo, mucho cuidado con la ginebra y el póker de jotas.

Chicago - Miami

En Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959). Si saben tocar un instrumento y están dispuestos a vestirse de señoritas de los años 30, tendrán la oportunidad de pasar una noche inolvidable entre pitos, medias y hielo picado.

Bandrika-Londres

En Alarma en el Expreso (Alfred Hitchcock, 1938). El viaje no será del todo placentero, pero si evitan dormirse, divisarán las montañas nevadas de un recóndito lugar y se ahorrarán ciertas sorpresas innecesarias.