Música

Envejecer con dignidad

Los fans nos deberíamos limitar a admirar a nuestros ídolos musicales en la intimidad, cantar sus canciones en la ducha y en el coche, y no tratar de escribir medio en serio sobre ellos porque cruzamos la línea del ridículo. Lo asumo.  

Joaquín Sabina en su concierto de Murcia

Joaquín Sabina en su concierto de Murcia / Rubén Juan Serna

Rubén Juan Serna

Seis años hacía que Sabina no pisaba un escenario en Murcia y para muchos eso es una espera muy larga. Tan larga que llegamos a pensar que no volveríamos a verle. Él, que nos invitaba a no vivir como vive, si es que queríamos llegar a los cien años, aún no los alcanza, pero se acerca (ya son 74 años), contra todo pronóstico, teniendo en cuenta que a sus cuarenta y diez ya consideraba que había llegado el momento de dictar testamento. Cosas de esa inmejorable mala salud de hierro de la que siempre ha presumido. 

Joaquín Sabina triunfó la pasado noche de jueves en la plaza de toros de la Condomina tras una gran faena. Y triunfó siendo él, al natural, sin imposturas. Disfrutamos del Sabina vulnerable, inseguro y generoso. Ese Sabina desconocido hasta hace poco. Me explico. 

Los grandes, y Sabina lo es, se envuelven en una capa mágica que esconde las verdades y sólo deja ver aquello que les ayuda a convertirse en mitos, en rock stars. Y Sabina eso también lo es. Supo construir con sus canciones y su comportamiento tras dejar su Úbeda natal un retrato de artista comprometido, con cierto de halo de canción protesta, y romantizó su exilio en Londres. Era el Sabina de barba y melena, el que se casó estando en la mili para poder salir de permiso, el que admiraba a Dylan y a Brassens. Cuando le llegó el éxito comercial el cantautor se transformó en un canalla noctámbulo y contribuyó a crear ese cliché de poeta urbano que escribe versos en servilletas de bares infames. Un viajero por los infiernos más sórdidos de la noche de Madrid. El lumpen es su pedigrí, que decía Aute.

Con la publicación de su doble disco en directo, 'Nos sobran los motivos', llegó el bombín (le faltaba un icono), los sonetos, la voz rasgada sin maquillaje y dejó fluir la libertad que da cumplir años para poder decir lo que a uno le da la gana. Un chulo pegado a un vaso y a un ducados. Pero al tiempo un ictus lo expulsó de la calle y lo encerró en casa bajo una nube negra llamada depresión. Nacía el Sabina más poeta, el pintor, pero moría la creatividad musical como él mismo ha reconocido.

Se hacía mayor, componía menos, o nada, y hacía ya muchos años que había escrito sus mejores canciones. Por fortuna su 'mini yo' de nombre José Miguel y de apodo Leiva se cruzó en su camino y, seguramente contagiado por la juventud del madrileño, volvieron las ganas de cantar y componer.

Los sabineros no encontraremos nunca la forma de agradecer a Leiva lo que ha hecho por nosotros. Sí, por nosotros. Lo que vino después es conocido, esa desafortunada caída en el WiZink Center de Madrid que lo llevó a la UCI y casi lo retira para siempre. 

En el concierto del pasado jueves pudimos ver entre el público lágrimas y sonrisas sinceras, y en algunos rostros, como el mío, en ocasiones todo eso ocurría a la vez. Un cóctel de emociones activadas por versos que se clavan como agujas. No sólo depende del estado de ánimo que uno tenga ese día cómo te golpeen sus canciones sino que aspectos como la edad o el momento vital que atraviese cada uno permiten que un verso concreto se revele mágicamente tras pasar inadvertido durante años.

Y es que las canciones de Sabina se escuchan a la primera, se entienden a la segunda, pero se sienten cuando se tengan que sentir. Y no se sabe cuándo sucederá. Pero cuando sucede... ¡Ay, cuando sucede! Por eso en el graderío se iban sucediendo pequeñas explosiones invisibles, detonaciones en el alma cuando versos en forma de dardos acertaban en las dianas de cada uno.

Las dianas de quienes viven una ruptura dolorosa, la pérdida de un ser querido, el primer amor, el desengaño, el dolor del desamor, o la vida removida a la vejez y con viruela. Para todos ellos había un verso que pellizcar el alma. 

Tanto le tenemos que agradecer a ese señor que el público se puso en pie para ovacionarle tras su 'Tan joven y tan viejo', y a él se le vió emocionado. Porque este Sabina de hoy, el que vomita devorado por la ansiedad antes de pisar las tablas, el que tiene que leer sus propias letras en un teleprompter para evitar un traspié, es humano y es de verdad. Es puro. 

Decía al comienzo de este texto que el Sabina que actuó el jueves en Murcia, y que lo hará esta noche de nuevo, es el Sabina vulnerable, el que enferma, el que se tropieza, el que envejece. Y por todo ello es el Sabina más natural, el más real.

Quienes disfruten de él esta noche en la plaza de toros de la Condomina no verán al melenudo cantautor, ni al crápula de antro y cocaína. Ni siquiera al del oscuro bombín de fieltro que coleccionaba discos de oro y platino cuando aun se vendían discos. No, Esos sabinas forman parte ya de nuestra vida, pero por fortuna han partido para dejar aflorar al que no actúa.

Al más sincero de todos, al que canta peor que nunca pero ya no lo hace para él ni para ninguna mujer a la que seducir, sino para el público, al que todo debe. Por eso esta última gira sabe y huele a agradecimiento mutuo, no a despedida. Sabina viene a Murcia a dar las gracias y Murcia va a verle para dárselas. Pero no se despiden aunque fuera la última vez que se ven en persona. 

Tan joven y tan viejo, el artesano del oxímoron, ha caído en la contradicción una vez más, pues lo que vemos es a un ser humano que, al contrario de lo que dice desear en una de sus últimas canciones, está envejeciendo, y nosotros con él, con la mayor dignidad posible. 

Gracias, Joaquín.