Entre Letras

'Anoxia': imágenes que curan y salvan

Miguel Ángel Hernández

Miguel Ángel Hernández

Francisco Javier Díez de Revenga

Que Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es un novelista excepcional no es ninguna novedad y sus anteriores novelas, sobre todo El dolor de los demás (2018), lo han demostrado al forjar una trayectoria de narrador muy singular por muchas razones, que ahora confirma su última novela, de sucinto y sugerente título, Anoxia, que acaba de publicar Alfaguara. Porque Anoxia es la novela de la vida y de la muerte, y también es la novela de la tierra damnificada por la naturaleza y del mar agonizante, nuestro Mar Menor, cuyos peces muriendo asfixiados en la orilla de la playa constituyen todo un símbolo de la gran reflexión que Miguel Ángel propone. Es su novela sobre los límites de la existencia, sobre la frontera invisible del fatal desenlace en torno a la cual discurren sus personajes, tan bien creados, tan estupendamente construidos. También es la novela de la imagen y de las imágenes, nacidas para retener la memoria y el recuerdo tras la muerte, imágenes captadas cuando el mundo alrededor se está desmoronando, como se dice literalmente en la novela.

Solo un novelista, con las capacidades y destrezas de Miguel Ángel Hernández, puede construir un entramado novelesco tan atrapador, tan vertiginoso, para manifestar que la vida tiene un final, y que ese final no es un asunto intrascendente ni baladí. Profesor de Historia del Arte, Hernández sabe del poder de las imágenes, y conoce las técnicas históricas de reproducción, desde el mítico daguerrotipo a la fotografía comercial, pero aquella que se elaboraba con películas, se revelaba en una cubeta y mostraba, como un misterio, como un milagro, el surgir mágico de una imagen. Ese mundo, ya desaparecido, es el que el novelista recrea para mostrar su propio museo, el museo de uno de sus personajes, el anciano Clemente Artés, que atrapa a la fotógrafa Dolores Ayala con su mundo de viejas fotografías lleno de embrujo y de misterio.

Pero el misterio no es solo un decorado de fondo, sino que se inserta en las propias vidas, sobre todo en la de la protagonista, una mujer latente, llena de vida y de represión interna pero dotada de una sensibilidad a flor de piel que, sin posibilidad de salir de un luto reciente, se ve integrada cada vez en la nueva tarea, morbosa e insólita de ejercer profesionalmente como fotógrafa de difuntos. Los mimbres ya los tenemos y la acción ha comenzado. Si en la anterior obra maestra de Hernández fue la Huerta de Murcia, profunda y sensual, mediatizada por una historia trágica, ahora es la tragedia de otro trozo de nuestra tierra, fácilmente identificable por haber sufrido la destrucción de varias danas consecutivas y haber arruinado aún más nuestro Mar Menor. Son espacios familiares, pero que adquieren la fortaleza del dolor universal de los damnificados, y que, desde esa naturaleza destruida, coinciden plenamente con la filosofía de la novela que camina implacable en el sutil límite que separa la vida de la muerte, mientras la fotografía y la imagen dominan el relato con su pasión imparable. Imágenes que curan y salvan mientras el mar, antes hermoso, ahora fangoso y encenagado, expulsa peces moribundos, símbolo definitivo de la lucha entre la vida y la muerte, que la protagonista fotografía para retener imágenes de un dolor que ella comparte en su propia y compleja existencia.

Alimentan la pasión de Dolores por la fotografía mortuoria sus relaciones con el anciano misterioso Clemente, que al mismo tiempo acentúan sus reflexiones sobre la vida trascurrida, sus regresos al pasado y la tortura de los recuerdos, que la van consagrando como una excelente criatura literaria que palpita y vive, que lucha por la vida como esos peces en la orilla lo hacen por sobrevivir cuando la anoxia del mar (presente en el título) es la anoxia de ellos mismos y de su propia historia personal.

La lucha por la vida se convierte entonces en el destino de la protagonista, a la que descubrimos, ya en el epílogo, recomponiendo su mundo desde la distancia, aunque definitivamente herida por las experiencias más recientes, tan dolorosas como trágicas y las consecuencias de una naturaleza desbordada y enloquecida por una dana que ha destruido un mar moribundo. Una gran novela que ha permitido una vez más a Miguel Ángel Hernández dar rienda suelta a la fluidez de su estilo, a la amenidad que preside siempre sus relatos, en los que misterios y secretos, oscuros pasados y revelaciones sorprendentes vitalizan toda una forma de crear un entramado novelesco, en el que lo que predomina es justamente la fe en que lo que se está construyendo está presidido por la validez y por la originalidad.

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