Horizonte de sucesos

Vaciados por nuestra propia memoria

VACIADOS POR NUESTRA PROPIA MEMORIA

VACIADOS POR NUESTRA PROPIA MEMORIA / Pedro Pujante

Pedro Pujante

Pedro Pujante

Hay un concepto que me ha resultado siempre muy interesante en el arte, en la vida y en la literatura: la nada. Lo vacío como entidad misma. La ausencia de materialidad. Obras de arte sin acabar o que apelan a su potencial imposibilidad, obras invisibles o no creadas o inexistentes que deben su valor precisamente a su vaciedad. Músicas insonoras, pinturas en blanco, libros escritos por fantasmas o esculturas inmateriales certificadas por su propia ausencia. Audacias como la que llevó a cabo Manzoni al llenar de aire unos globos y venderlos como aliento de artista. El Universo, de hecho, está formado, en parte, de nada. En casi un treinta por ciento se estima la cantidad de materia oscura que compone el Cosmos. Una materia que no emite ondas electromagnéticas y cuya composición se desconoce.

Aunque quien mejor ha escenificado la nada de un modo grandilocuente y no falto de humor es Maurizio Cattelan. El artista en su primera exposición convocó a un agasajo a un grupo de periodistas e invitados que al llegar al lugar se encontraron un cartel que rezaba: «Vuelvo enseguida». Esa era la broma obra de arte. No había nada tras la puerta y el artista, por supuesto, brillaba por su ausencia.

«La mayoría de cosas no nos suceden», escribí en un diario en el año 2015. No sé si me refería a alguna reflexión de tipo existencial o tan solo constataba con frialdad que no somos el centro del Universo. Que la mayoría de eventos que tienen lugar no nos afectan u ocurren sin tenernos en cuenta. No obstante, la ausencia como concepto ya estaba ahí. Idea que cristalizaría tres años más tarde en un artículo titulado El arte del vacío.

En El Rastro Gómez de la Serna habla de objetos que se han vendido, que ya no están. Percibo en este texto puramente ramoniano una nostalgia por lo efímero, por el aura de ausencia que dejan ciertos objetos, ciertas personas. Quizá eso sea, en realidad, recordar: evocar lo que no está, los restos del naufragio de la memoria.

Olvidar y recordar son, así, operaciones complementarias. Se recuerda precisamente solo aquello que nos llega, el borrador de los eventos. Lo real (lo que sucedió) queda oculto. Y el recuerdo tan solo captura los fragmentos. Pero, al igual que Gómez de la Serna, nos preguntamos: ¿qué habrá sido de aquel rostro, aquel lugar, ese objeto o lejano momento que ya no somos capaces de evocar? ¿Dónde estará? La mayoría de recuerdos no nos pertenecen. Estamos hechos de vacíos, de olvidos, de nada. El protagonista de El jardinero, una de las últimas novelitas de Aira, es un escritor que comienza a sentir una depresión. Dice en algún momento: «dentro de mí no había nada. Había un vacío. Me había objetivado en el contenido de mis fábulas…». Las ficciones que había creado le habían despojado de su propia vida, le habían vaciado.

Nosotros, también en el futuro, dejaremos de ser reales para pasar a ser fantasmales recuerdos de otras personas. Seres vaciados por la ficción de nuestra propia memoria.

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