Por un cine Rex vivo

Cuando el Rex era el centro de la censura murciana

Cuando el Rex era el centro de la censura murciana

Cuando el Rex era el centro de la censura murciana

Pascual Vera

Pascual Vera

Hubo un tiempo en el que el cine Rex se convirtió en el centro de la censura cinematográfica de toda la provincia. Para comprenderlo hay que leer este artículo.

Hasta los años 50, la censura cinematográfica se aplicaba por provincias, de manera que lo que se veía en Murcia, por ejemplo, no podía verse en Madrid. O viceversa. La feroz censura cinematográfica franquista luchaba y suprimía todo cuanto se pensaba atentaba contra la moral, ideas políticas -aunque éstas ya estaban suficientemente apagadas en esos momentos en todos los ámbitos-, religión, y sobre todo, en lo concerniente al sexo.

Para ejercer cómodamente su labor de censores, los prebostes murcianos de la época se hicieron construir una pequeña sala en el Teatro Circo. Sin embargo, como el cine de moda y el de mayor éxito en aquella época era el cine de la calle vara de Rey, se quiso que aquella pequeña sala se pareciera en cierto modo al cine Rex, por lo que se la revistió con cortinajes, apliques, adornos y lámparas iguales a esta sala. Hasta tal punto semejaba al Rex, que aquella sala de alrededor de 30 butacas situadas en la parte alta del cine Teatro Circo, se la conoció como el Pequeño cine Rex.

Allí iban a realizar su insidiosa labor un equipo de prebostes encabezado por el gobernador civil -uno de los primeros tras la guerra civil fue por cierto Elías Querejeta Insausti, padre del productor Elías Querejeta, que por cierto emitió diversas órdenes encaminadas al cuidado del cinematógrafo-, el alcalde de la ciudad y el Obispo, entre otros, que acudían con sus mujeres -los primeros- a visionar cada proyección antes de ser exhibidos los títulos más comprometidos en los cines de la capital, para así poder, con su -presumiblemente, y entiéndaseme la ironía- más alto y preclaro juicio, decir lo que el resto de los murcianos estaban preparados para ver en función de su menor desarrollado juicio, espíritu e intelecto, que por ser del vulgo, era más fácilmente tendente al envilecimiento, la depravación y a todo tipo de vicios en general.

Aquel tribunal de torquemadas murcianos del celuloide tenían preparados ad hoc un timbre en la parte delantera del brazo de cada butaca para poder apretarlo con ansia en cada escena y en cada plano pecaminoso dispuestos a salvar almas al precio que fuese, aunque se tratara de hacerlo a la fuerza.

Los detalles más nimios y concretos de esta ominosa labor, de conocimiento general en su parte más genérica, fueron dados a conocer a este cronista por un estupendo amigo que fue proyeccionista -excepcional proyeccionista, y maestro de ellos, por cierto- en la Universidad de Murcia en los años 80 y 90: Rafael Laencina Alemán, jefe de proyeccionistas en diversos cines de la Empresa Iniesta -incluido el Rex- desde 1928, fecha en la que comenzó en el Cinema Iniesta del castizo Barrio del Carmen. Él fue precisamente el que montó aquel Pequeño cine Rex donde se pasaban las películas antes de ser proyectadas para ser convenientemente depuradas, pecaminosamente hablando. “Yo les proyectaba a aquellos censores, recuerdo que ellos tenían un botoncito que pulsaban cuando algo no les gustaba. Cuando el operador escuchaba el timbre ponía un papel en la película y luego aquellos censores decían: ‘El beso ese fuera’ o ‘el movimiento ese hay que quitarlo’”. Más tarde había que incluir los trozos eliminados para que pudieran ponerse, si así lo decidían los siguientes censores, en la siguiente ciudad.

Había que tener, por cierto, un especial cuidado en que el empalme se hiciese bien y que no se notara, ya que, en caso contrario, como había advertido un jesuita amante de la censura: si el público percibía “una amputación puede hacer cábalas sobre qué se ha suprimido e imaginarse una escena aún más escabrosa que la que existía realmente”, con lo que el público acabaría condenándose igualmente a pesar de no haber visto la escena en todo su -pecaminoso- esplendor previsiblemente lujurioso, haciéndose por tanto un pan como unas tortas censoras.

Todos aquellos jerifaltes tenían claro que representaban lo más prístino de la moral, y que el destino los había colocado en el lugar adecuado para erigirse en unos nuevos percevales representantes de la pureza en su máximo esplendor. Con insidiosas y castradoras tijeras censoras, pero percevales al fin.