La Opinión de Murcia

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El efecto Matilda

Gertrude Abercrombie: los gatos de la reina

Su pintura fue un canto a la libertad, ya que a pesar de estar incluida dentro del surrealismo, no seguía ningún tipo de tendencia en concreto (...), según ella, de qué servía tener técnica si el pintor no era capaz de transmitir nada

Abercrombie

Es verdad, no lo puedo evitar, los que me conocéis sabéis que siento una gran debilidad por todo lo relacionado con los gatos, en algún momento me hechizaron con esa mágica y misteriosa mirada que tan sólo ellos tienen, les pertenezco y esto es un hecho. Si esa pasión gatuna además tiene forma de surrealismo, otra de mis grandes pasiones, la ecuación ya es arrebatadoramente irresistible así que no podía dejarme olvidada en este encuentro con el arte en femenino a la pintora estadounidense Gertrude Abercrombie, conocida como ‘la Reina de los artistas bohemios’, una bruja de su tiempo que vivía rodeada de estos pequeños seres, incluso tenía una libreta en la que apuntaba los nombres de cada uno de ellos y los avatares de sus vidas.

Gatos, arte y música, estos tres elementos siempre fueron los pilares bajo los que Gertrude construyó su vida. Hija de dos cantantes de ópera, nació en Austin en 1909 porque sus padres se encontraban allí de gira en ese momento. Para que su madre pudiera continuar con sus estudios se marcharon a vivir a Berlín aunque el inicio de la I Guerra Mundial en 1914 hizo que regresaran a Estados Unidos, primero a Illinois y después a Chicago. Como no podía ser de otra forma, desde bien pequeña, aprendió a tocar el piano y aunque se licenció en Filología Románica, el arte llegó a su vida de manera casi autodidacta, solo un par de cursos en el Instituto de Arte sirvieron para guiar sus primeros pasos hasta que en 1932 decidió entregarse totalmente a la pintura.

La independencia era tan importante para ella que no sólo abandonó el hogar familiar sino que su pintura fue también un canto a la libertad, ya que a pesar de estar incluida dentro del surrealismo no seguía ningún tipo de tendencia en concreto, de hecho, ella misma sabía que no tenía grandes dotes pictóricas pero, según sus propias palabras, de qué servía tener técnica si el pintor no era capaz de transmitir nada, de contar algo, eso era lo que realmente le interesaba más allá de la pura forma.

Aunque siempre se consideró una mujer fea, alta, de aspecto desgarbado y rasgos afilados, exageró esos atributos, según ella misma pensaba muy cercanos a los de una temible bruja, con el uso de sombreros puntiagudos y capas, disfrutando de una especie de extraño poder que esa temible apariencia pudiera provocar en los demás. Graciosa a la vez que introvertida, tímida pero narcisista, necesitaba ser siempre el centro de atención hasta tal punto que ella es la única figura protagonista en sus pinturas, de hecho estas se consideran autorretratos psíquicos. En paisajes desolados o interiores vacíos, su figura aparece sola o acompañada por un animal, parece que siempre va buscando algo, un acto casi espiritual de la propia artista que utilizaba la pintura como medio de autoexploración personal. Su trabajo es una lucha constante entre lo exterior y lo interior, sus miedos e inquietudes y la realidad como continua amenaza junto con ciertos elementos que se repiten como si de un mensaje cifrado se tratara: búhos, torres, gatos, conchas, huevos, puertas, la luna como testigo, árboles, escaleras, escobas…., todo desde esa sencillez que tanto practicaba, en pequeños formatos, rozando incluso el arte de la miniatura, tiene obras que apenas sobrepasan los seis centímetros. Y al final del camino la pintura, ese refugio con que Gertrude Abercrombie trataba de escapar de la temida soledad.

Pensaba que el mundo entero era un gran misterio, el mismo hecho de estar viva le asustaba, lo sobrenatural siempre la sedujo, incluso confesó creer que en muchas ocasiones aquello que pintaba terminaba cobrando vida y siendo real.

Siempre fue una persona extremadamente excéntrica, no sólo porque se paseaba por la ciudad en un viejo Rolls-Royce haciendo una especie de paseíllo ceremonial sino porque su misma casa era todo un espectáculo, llena de energía, como ella. Vivía en Hyde Park en una majestuosa y destartalada mansión victoriana de tres plantas que pronto se convirtió en punto de reunión de todo tipo de artistas, cantantes, escritores, pintores, arquitectos, y sobre todo músicos, pues además de los gatos, que corrían en libertad de aquí para allá, el jazz fue otra de sus grandes debilidades. La presencia de los más destacados compositores afroamericanos era más que habitual con la sorpresa de improvisados conciertos que amenizaban las continuas fiestas que la pintora daba en su casa.

Eligió vivir sin prejuicios sociales. Adoraba la diversidad. No sólo alojó en su casa a todos aquellos músicos negros que todavía tenían prohibido entrar en ciertos hoteles sino que dos de sus grandes amigos mostraban abiertamente su homosexualidad. Se casó con el abogado Robert Livingstone en 1940, con el que tuvo a su hija Dinah, y en 1948 se divorció, año el que se volvió a casar con el crítico musical Frank Sandiford, del que también terminaría divorciándose.

Era una pintora de gran fama, participó en multitud de exposiciones, exponiendo de manera individual hasta en veinte ocasiones y tuvo una extensa producción, sólo en 1952 pintó más de cien cuadros, pero su nombre no traspasó las fronteras de Chicago por eso todavía hoy sigue siendo una gran desconocida. Esa soledad que tan presente estuvo en su obra de algún modo terminó por encontrarla y en los años cincuenta como consecuencia de sus problemas con el alcohol su salud empeora hasta terminar postrada en la cama casi sin poder moverse. Se aisló de todos y dejó prácticamente de pintar. Falleció con 68 años el 3 de julio de 1977.

«El surrealismo encaja conmigo porque soy una persona muy realista, pero no me gusta lo que veo. Así que sueño que es diferente».

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