El escritor francés Boris Vian, a pesar de haber disfrutado de una breve existencia, consiguió escribir una gran cantidad de libros. Además de otras aficiones como la música (que tan patente está en algunas de sus obras), la poesía o el teatro, la narrativa le encumbraría como uno de los autores más genuinos y originales del siglo XX. En sus novelas se respira un aire fresco, a veces naif y muy poético. Y, sobre todo, aligerado con un poso de fantasía que contrasta con cierta soterrada crueldad que suele emanar de la amargura del mundo cotidinao. En ese juego, entre el dolor de la vida y la magia sublimada del amor y lo íntimo, oscilan algunas de sus obras. Sus más celebradas novelas son La hierba roja, La espuma de los días u Otoño en Pekín, títulos que a menudo nada tienen que ver con sus argumentos, lo que ya anuncia la intención lúdica de la escritura de Vian. Pero de la novela que quiero hablar es de El arrancarorazones. Una historia tierna y despiadada, loca y sensible, realista y surrealista, fantástica y prosaica. Es el relato de Jacquemort, un psicoanalista que llega a una casa, casi por casualidad (o al menos sin causalidad aparente) en el momento en el que Clémentine está dando a luz a tres niños. Desde ese momento Jacquemort, un ser que está vacío por dentro, se quedará a vivir en la casa y pasarán los días, los meses y los años ocupando un lugar al que parecía haber estado destinado. Las acciones, como también los protagonistas de El arrancacorazones, se suceden sin lógica, como si el único impulso que alienta la vida (¿la realidad?) fuese el ímpetu de lo absurdo. Los peculiares personajes que componen esta fábula, de hecho, danzan sin sentido y componen un mural delirante y ligero. Son personajes sin profundidad, construidos por aire y fantasía, de perfiles triviales y superficiales. La vida que arrastran, cargada de miedos y costumbres, también está punteada por lo insólito y lo impredecible. Jacquemort busca en vano a quién psicoanalizar, pero solo consigue relaciones sexuales banales. El cura del pueblo lucha contra el demonio. Los trillizos crecen y su madre, aquejada de temores incontrolables, los mantiene encerrados sin saber que, por su cuenta, han aprendido, literalmente, a volar.

Hay aquí un relato que sirve de crítica a las teorías freudianas del psicoanálisis, a los dogmatismos de la religión, a las atávicas costumbres de los pueblos, a la obtusa educación, al maltrato animal y hacia los niños, y al Existencialismo.

Cuando se termina la lectura de este ligero divertimento a uno le asalta la idea de que nada de inocente había en la historia de este Jacquemort que llega, como el agrimensor kafkiano, a un lugar indescifrable. Porque en el éter de esta historia se extiende de forma metafórica una sustancia pegajosa con forma de tiempo detenido, ilógico (los meses acaban por mezclarse al final) y circular que parece recorrer su escritura y atraparnos en ella. Como le sucede a nuestro personaje que, sin haberlo previsto, acabará sus días encerrado en el bucle del pueblo y sus costumbres.

A través del absurdo, Vian construye una potente imagen de la vida y nos demuestra que la fantasía y lo impredecible pueden resultar las únicas herramientas válidas para darle sentido a la realidad.