Más de una vez que coincidí con él en una de las cafeterías de cabecera que compartíamos, pude contemplar a Joaquín Hernández Serna, amigo, vecino y, por momentos confidente esporádico, tomando unos trozos de mojama mientras contemplaba, extasiado, algún valioso facsímil de un códice miniado que a él le gustaba comprar para extasiarse con sus esplendorosos dibujos. Los códices, su historia, el scriptorium, donde los frailes escribían y hacían sus mezclas (a veces peligrosas) para la pintura, las imposibles letras capitulares… él me lo explicaba todo con esa pasión bibliófila que siempre le acompañó. Me comentaba los pormenores de la obra en cuestión, su historia y lo que había pretendido el autor, así como los pacientes y hábiles amanuenses que habían hecho posible cada obra trabajándola primorosa y arduamente. Me comentó que eran los frailes los que se encargaban de iluminar estos códices miniados o miniaturas, y que su nombre distaba de provenir por su pequeño tamaño, sino del minio, un pigmento utilizado para marcar las letras iniciales del texto, y cómo los escribanos dejaban previsoramente espacios en blanco para posteriormente iluminarlos con miniaturas o filigranas, que eran, en sí mismas, una obra de arte.

Cuando le comentaba mi temor de que manejara aquellos valiosos ejemplares en la mesa de una cafetería, mientras tomaba el aperitivo, incluidos unos apetitosos trozos de mojama, él siempre contestaba lo mismo: «Si no podemos juntar las pasiones, para qué queremos que coexistan en nosotros?», y me ponía yo también a hojearlos, ojeándolos libre de culpas y prejuicios, y comprobando que, efectivamente, los placeres son para tomarlos de dos en dos, y de tres en tres si se pudiere, como decía que hacía con las uvas el ciego al Lazarillo de Tormes.

Alguien dijo alguna vez que el profesor Hernández Serna había sido, sin lugar a dudas, uno de los profesores que más tesis doctorales había dirigido, contribuyendo de esta manera a una revitalización perenne de la propia enseñanza.

En mayo de 2008, cuando tuvo lugar su jubilación, Joaquín compuso una sentida despedida compuesta por frases dignas de colocar en el frontispicio de la memoria agradecida, en la tarjeta del adiós que ha hecho parada y fonda: «Me cobijé bajo árboles que me dieron dulce sombra y sabrosos frutos; los árboles me fueron muy gratos y útiles para mi vida universitaria de medio siglo», aseguró, recordando a numerosos maestros que había tenido la suerte de compartir como compañeros acompañados por epítetos que dibujaban a la perfección a los destinatarios: La sombra sabia y superordenada, de don Mariano Baquero Goyanes; la insondable e internacional formación literaria, artística y humana de don Ángel Valbuena Prat… la laboriosidad, la tenacidad investigadora, típicamente catalana, de don Luis Rubio García, más amigo que maestro; la inquieta movilidad de don Manuel Muñoz Cortés ; los siempre útiles conocimientos para un filólogo que nos transmitió don Juan Torres Fontes sobre Historia Medieval y Paleografía…

«Otros muchos maestros -aseguró- me ofrecieron antes su sombra benefactora de la ciencia y del humanismo, como la sorprendente erudición literaria de don Luis González Palencia al que siempre llamé «maestro» y que me ofreció mi primer trabajo después; la admirable capacidad pedagógica de don Rafael Verdú Payá ; el sentido de la bondad y de la justicia de don Justo Echave Sustaeta»…