El concepto de novela ha sufrido cambios a lo largo de su historia. Cervantes inventó la novela moderna, es cierto, y desde entonces el género se ha visto expuesto a numerosas experimentaciones por parte de autores que, sobre todo ya en el siglo XX, han considerado la novela una suerte de laboratorio. Desde Joyce o Faulkner la novela se concibe como un espacio ambiguo, alejado de aquel relato clásico decimonónico consistente en un relato extenso repleto de aventuras. Así, la novela se apropia de los mecanismos del flujo de conciencia, del lenguaje de la poesía o del ensayo. O también, como ocurre en los trabajos de David Markson, en una serie compacta pero heterogénea de frases.

¿En qué consisten las novelas de Markson, aquel escritor norteamericano que desafió los cánones escribiendo libros que tan solo se parecían a sí mismos? En realidad en La amante de Wittgenstein, como en otros libros de David Markson, el argumento es leve, casi una excusa, una línea de fuga sobre la que se agregan hilos conformando una suerte de discurso reticular que avanza y avanza sin llegar a ningún lugar. Esta estructura, a base de frases que abordan temas recurrentes sin llegar a desarrollarse en su totalidad, es la que ha elegido Markson para La amante de Wittgenstein. Novela que sería el antecedente de su tetralogía formada por La soledad del lector, Punto de fuga, Esto no es una novela y La última novela. Markson es, desde un punto de vista teórico, un escritor experimental, que ancla su escritura en lo fragmentario, la intertextualidad y la autoconsciencia narrativa.

Podríamos resumir el argumento de La amante de Wittgenstein como la historia de una mujer solitaria que habita un mundo en el que ya nadie hay. Un mundo abandonado y solitario. La mujer, en primera persona, narra sus viajes por los desolados espacios de un mundo que tan solo es el residuo de una sociedad extinta. Recorre museos y ciudades desiertos, a través de carreteras abandonadas. Pero el viaje, aquí, es únicamente el hilo telegráfico por el que fluye su consciencia. Sus ideas y pensamientos recurrentes acerca del arte, la vida y la muerte. Hay en su mirada cierta nostalgia. Y también grandes dosis de escepticismo. Algunas de sus obsesiones son las pinturas que observa en los solitarios museos. Y con ella reflexionamos sobre el valor del arte cuando no hay nadie para admirarlo. El mundo con sus apariencias se transforma, gracias a la perspicaz mirada de esta protagonista-narradora, en una circunstancia, en un ente de carácter subjetivo que tan solo tendría sentido en tanto y cuanto es percibido y vivido.

Y aunque divaga, hay, como ya hemos comentado, ideas recurrentes, casi obsesivas que hacen que este relato cobre la textura de una hilatura consistente. La guerra de Troya, un gato que un día creyó ver… El personaje narrador es una voz que diluye al personaje propiamente dicho. Fraseo corto que podría querer evocar al Tractatus Logico-Philosophicus, documento filosófico de Wittgenstein que cuestiona el lenguaje como también hace esta novela con la literatura.

Porque, como ha explicado Alberto Olmos en otra parte, Markson y su obra suponen el final de la novela. Olmos exagera, es cierto, pero sí que hay que admitir que Markson supone un hito en la novelística contemporánea. La literatura que solo cuenta historias ya no tiene sentido. El estilo lo es todo. Y Markson es un estilista ajeno a los rigores de la novela clásica. Un coleccionista de sentencias y aforismos, de evocaciones en forma de registros que se acumulan y se suceden conformando algo parecido a una novela. Porque a partir de Markson habremos de cuestionarnos qué es una novela.