Cuando aquel personaje de bigote aparentemente imposible, atravesó la puerta del aula de aquellos aprendices de historiadores que intentaban licenciarse en una universidad reducida y casi familiar como era la de Murcia de 1977, el primer pensamiento de muchos de mis compañeros era que una máquina del tiempo nos había trasladado al siglo XIX, aquel tiempo de grandes y enhiestos bigotes que los próceres de la patria exhibían en sus escaños.

El aditamento piloso de Javier García del Toro pronto pasó a un plano secundario ante el énfasis de aquel joven profesor, que vivía la prehistoria y nos introducía en ella con entusiasmo. Nos hablaba de civilizaciones arcaicas y de técnicas de excavación, e introducía jugosas anécdotas con las que se había encontrado en sus campañas, como aquel círculo perfecto cercano a una playa, que prometía jugosos hallazgos y que, tras ser convenientemente excavado y reconocido, evidenció ser los restos de una paella dominguera.

Gracias a él pude tener en mis manos, trémulas y emocionadas por los milenios que atesoraban, mis primeras puntas de flecha y algún bifaz, que él nos traía a clase para que pudiéramos conocer en directo algunas de los principales elementos y herramientas paleolíticas.

Javier García del Toro era de una puntualidad británica. Incluso más allá. Siempre nos lo encontrábamos en el interior del aula cuando llegábamos a aquellas clases madrugadoras de las ocho de la mañana, y preparado para hablarnos de arte levantino, de cultura Argárica o de los hermanos Siret.

En 1971, el joven García del Toro, que había pasado a desempeñar funciones de director interino en el Colegio Cardenal Belluga por el fallecimiento del director Luciano de la Calzada, fue requerido por la brigada de investigación social, y citado en gobernación civil por haberse atrevido a proyectar un ciclo dedicado a Luis Buñuel en el que se exhibieron cintas como Nazarín o El ángel exterminador. Fueron las primeras películas suyas exhibidas en la Universidad de Murcia, y el director de Calanda tardaría tiempo en volver a nuestro Campus: «Que los alumnos vayan al Teatro Circo si quieren ver cine», fue la contundente orden de las autoridades competentes de aquel franquismo que se resistía a desmoronarse.

Quien suscribe aún recuerda su despacho invadido por libros y papeles, que había que ir sorteando para llegar hasta su mesa, donde siempre atendía a sus alumnos con la mayor dedicación. Fue en ese despacho, en el que reinaba un orden caótico, como de sabio atolondrado, donde este cronista, años después de haberlo tenido como profesor, fue a pedirle ayuda y documentación sobre el molino cartagenero para mi libro Murcia y el agua, historia de una pasión, donde viví una anécdota que habla meridianamente de su generosidad hacia los que reclamaban su colaboración. Aún recuerdo cómo, tras apartar un par de grandes pilas de libros en equilibrio casi imposible, encontró su tesis doctoral y tras ojearla y dar con las páginas que buscaba, arrancó inmisericorde dos fotos (originales y pegadas a las hojas de texto) y me las extendió para que pudiera sacar información de ellas. «Puedes quedártelas», comentó ante mi estupor y mi agradecimiento. Y allí quedó su tesis, desgarrada, minusválida y apilada.

En los últimos años, García del Toro se ha convertido en un auténtico defensor de nuestro patrimonio más valioso y oculto, luchando en pro de la conservación de yacimientos tan importantes como el de la senda de Granada en Espinardo o los restos arqueológicos de San Esteban, cuya pervivencia y conservación deben mucho a la lucha de este moderno Indiana Jones (así le gusta verse a él, que no ha tenido inconveniente en disfrazarse alguna vez en el héroe de Spielberg), consiguiendo que esos importantes restos se conserven y se pongan en valor para los murcianos. Los actuales y los que han de venir.