Recuerdo con bastante nitidez el primer cómic de Superman que cayó en mis manos. Fue una de aquellas mañanas de invierno de finales de los 80 en Lorca. Al igual que cada domingo acompañé a mi padre a comprar el periódico en el quiosco de abajo. Para mí era una aventura explorar esas montañas de revistas y coleccionables, siempre enigmáticas y mucho más apasionantes que todos los juguetes que pudiera tener en mi cuarto. En dicha ocasión me quedé hipnotizado ante un libro de gran tamaño. En la portada se veía a Superman surcando unos edificios en llamas. Tenía tanta fuerza el dibujo que parecía que fuese a sobrepasar el papel y echar a volar por nuestro cielo azul en cualquier momento. Nunca olvidaré la imagen de mi padre pagando al quiosquero y, mucho después, en el salón de casa, la fascinación por aquellas páginas en un Technicolor tan vivo como el de Robin de los bosques (1938).  

Algún tiempo después comprendí que la mayor amenaza para Superman no estaba en los demoníacos planes del señor Luthor ni en el campo de radiación de su célebre kriptonita. Me enteré por unos compañeros de colegio que su gran enemigo era Batman, otro superhéroe que recibía como mínimo el mismo número de elogios entre aquella comunidad de pequeños lectores de comics. Por aquel entonces no podía saber que ambos personajes eran los defensores de una misma ciudad. Yo solo veía que Superman se movía en la luminosa Metropolis y que cada vez que sobrevolaba sus rascacielos sentía que todo iba a salir bien. Sin embargo, Batman habitaba las tinieblas de Gotham y la atrocidad de sus villanos no me permitía seguir el curso de sus historias con los ojos abiertos. 

De esta forma, cualquier halago al hombre murciélago lo recibía como un ataque por la espalda y quedaba en evidencia que aún no estaba preparado para enfrentarme a la edad adulta por muy mayor que me considerase.

Parte de esa luminosidad que desprende todo lo que rodea a Superman la supo captar Richard Donner en su película de finales de los 70, la primera de la saga. Hay algo mágico en ella. Es imposible no sufrir varias vueltas de campana en el corazón cada vez que suena la música de John Williams y Clark Kent se transforma en Superman al atravesar una de esas puertas giratorias o al salir de una cabina telefónica en pleno Manhattan. Pocas veces se ha mostrado Nueva York tan radiante como en esos planos cenitales con el hombre de acero perdiéndose en el horizonte. Reconozco que soy imparcial con esta obra y no me pesan sus puntos débiles. Siempre que me viene a la cabeza cualquiera de sus escenas me invade una profunda nostalgia que me deja seco. Una porción muy importante de lo que fue mi infancia está en la sonrisa de Christopher Reeve y su trágico final es difícilmente superable.

Pero si hablamos de cine, y una vez superados aquellos temores de mi niñez, tengo que reconocer que Batman se impone como figura en el séptimo arte. La noche, la lluvia, las chicas, los coches y demás dispositivos tecnológicos parecen favorecer la creación de atmósferas cinematográficas. El primero en entender el tremendo potencial del personaje fue Tim Burton, posiblemente el director de los 80 y 90 más cercano a la oscuridad de los comics de DC. De esta manera, Nueva York se convierte, con Batman (1989) y Batman vuelve (1992), en esa ciudad gótica repleta de alegorías en las alturas y tremendas bocanadas de humo surgiendo de los rincones más siniestros. 

El otro gran director que ha posado su mirada en el superhéroe fue Christopher Nolan. De su faraónica trilogía me quedo con la primera parte de Batman Begins (2005), la totalidad de El caballero oscuro (2008) y solo con ciertos momentos de La leyenda renace (2012), la más floja sin lugar a duda. Nolan reformó el personaje de Batman a lo largo de sus tres episodios concediendo un carácter más filosófico a la trama. Gotham se presenta como una urbe renovada, muy estilizada y cercana a nuestros tiempos. Impresiona la manera en la que están filmados los rascacielos, con una cámara que avanza lentamente hacia ellos y con la eterna presencia de un tic tac, como si estuviésemos ante los últimos segundos de una bomba de relojería.

Los ataques a Nueva York no se limitan a los comics. La ciudad ha estado continuamente en el punto de mira de los productores de todas las épocas y se cuentan por decenas las ofensivas cinematográficas sufridas, desde catástrofes naturales hasta invasiones alienígenas. En esta extensa lista de invitados especiales destaca King Kong. Aquel mono gigante irrumpió en la gran pantalla en 1933 y desde entonces tiene un lugar privilegiado en lo más alto de Manhattan. Es imposible mirar el Empire State Building y no verlo sobre su cúpula acorralado por aquellos aviones de combate. La historia se ha llevado varias veces al cine y siempre se ha conseguido transmitir una cierta ternura que resulta insólita dada la naturaleza de su protagonista. Sobrecoge ver a cualquiera de las chicas rodeadas por las manos de la bestia. Todas ellas están cargadas del mejor romanticismo que ha salido de Hollywood.

Por desgracia, esas ficciones neoyorquinas que llevan anunciándose en las carteleras de todo el mundo desde el nacimiento del cinematógrafo, terminaron rompiendo el umbral de las salas de cine y el 11 de septiembre de 2001 se hicieron realidad. Aquellos atentados cambiaron el mundo y la isla quedó sumida en una profunda tiniebla. Aún hoy en día, pasados 20 años, sigue doliendo ver el skyline de los nuevos títulos sin la presencia de las Torres Gemelas. Es una pérdida irreparable. Desde entonces, cualquier obra apocalíptica (antigua o moderna) que ponga a Nueva York en el punto de mira la contemplo con otros ojos. La más realista de todas se filmó aquel día con los telediarios de todo el planeta emitiéndola en directo. Aquellas imágenes, por muchas películas que vengan, no se olvidan fácilmente.