La cantante Zaz, cuyo verdadero nombre es Isabelle Geffroy, ha hecho historia en la escena de la música en Francia. Con poco más de cuarenta años, cuenta con una larga y envidiable trayectoria musical que ha inspirado a las nuevas generaciones. Y eso que el éxito la pilló por sorpresa. Casi nadie apostó por el debut de una desconocida sin más experiencia que haber cantado en los pasillos del metro parisiense y en los rincones más turísticos de Montmartre, como la Place du Tertre. Hoy, en cambio, doce años después de aquel primer álbum homónimo, es el nombre más mediático –con el permiso de Steve Vai– de esta vigésimo cuarta edición del Jazz San Javier, festival que hoy le cede el escenario del Auditorio Parque Almansa en su penúltima jornada de conciertos.

Pese a debutar en medio de la peor crisis de la industria discográfica, Zaz ha vendido en este tiempo más de cuatro millones de discos. De hecho, es la cantante francesa con mayor proyección en el extranjero, pese a que sus letras parecen construir la crónica de una crisis personal (al menos, en una primera escucha). Porque en sus canciones, Isabelle intenta reafirmar su identidad ante un mundo desdeñoso, y aunque en sus entrevista deja titulares como «Hablo fuerte», «Paso de las críticas» y «He llegado aquí y estoy orgullosa», reconoce que así es: «Ese es mi estado permanente: siempre estoy en crisis», bromea.

Ahora presenta su sexto álbum de estudio, Isa (2021), con el que demuestra que en la vida es importante parar y tomarse un respiro para conocernos a nosotros mismos. También es un compendio de sensaciones experimentadas durante los ocho años que ha pasado en la carretera, dando varias vueltas al mundo para acercar su música a todos los rincones posibles. Eso se traduce en un popurrí de estilos, que van de Cuba a Laponia, de la fanfarria desbocada al cántico intimista sentada al piano. La mezcla, por suerte, no es algo nuevo para ella. Cuando estudiaba música, dejó todas las puertas abiertas: hizo blues, jazz vocal, música afrocubana, coros de góspel… En su casa escuchaba a Aznavour y a Bowie, a Jacques Brel, pero también A-ha, aunque las voces que más le emocionaban eran las que cantaban a la fe, como la de Whitney Houston. Hay eclecticismo, y luego está Zaz.

Porque ella es una de esas chicas de provincias que desembarcan en la capital francesa y tocan en grupos de jazz manouche –la variante gitana del género que se inventó Django Reinhardt– a la espera de un éxito que no siempre llega. A ella sí, pero es consciente de debérselo tanto o más a sus seguidores internacionales que a sus compatriotas. De hecho, ha vendido la mitad de sus discos y realizado la mitad de sus conciertos en el extranjero, caso poco habitual en la música francesa de hoy. Sus temas, llenos de alegría y desgarro, cuentan con fans tan célebres como Martin Scorsese, que incluso le pidió una canción para su película Hugo (2011), al considerar que su voz lograría transportar automáticamente a los espectadores a los años treinta. Y Plácido Domingo interpretó un dúo con ella, igual que Pablo Alborán –con quien cantó Sous le ciel de Paris, una de esas viejas canciones que popularizaron Piaf, Juliette Gréco e Yves Montand– y que el cantante de Rammstein, Till Lindemann, que ha participado en Le jardin des larmes (canción y videoclip).

Paul Krugman, conocido por sus columnas de referencia en The New York Times, se declaró en su blog admirador de Zaz desde el principio. En ellas, ya con aquel álbum epónimo, se la catalogó como la Édith Piaf del siglo XXI.