La Opinión de Murcia

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Sinequanon

Celebración de la vida y la poesía

Prometeo

Un curso más toca a su fin. Pienso en principios y finales, alfas y omegas, ortos y ocasos, mientras desde la ventana de mi despacho temporal (¿y qué no lo es para los seres vivos, cuando lo es su propia existencia?) en la Facultad de Filosofía contemplo las jacarandas, ha poco completamente vestidas de añiles de los que ahora apenas restan aislados ramilletes, como en un final de fiestas que evoca vagamente el esplendor del reciente boato, ya extinto. Ha remitido también el número de flores que, desprendidas de las ramas, alfombraban el suelo para deleite de la vista, aunque también cause cierto fastidio tener que barrerlas una vez secas. Nunca llueve a gusto de todos. Ni siquiera cuando lo que llueve es belleza. 

A propósito de lluvia, hace solo unos días, mientras participaba en un tribunal que valoraba un magnífico TFG dirigido por el profesor Alfonso García Marqués, catedrático de Metafísica de la Universidad de Murcia, y escrito íntegramente en latín por Victor Manuel Moreno Garrido a propósito de cierto Quinto Sexto (nótese lo llamativo y chocante del nombre del desconocido personaje), probable autor de un conjunto de sentencias filosóficas de gran influencia en la constitución del mundo cristiano, llegaba a su fin la vida de mi tío Paco, el hermano mayor de mi madre, quien también nos dejaba hace un mes escaso. Lo supe nada más terminar el acto académico, y en una tarde extraña en la que parecía amenazar tormenta de verano el mismo día en que comenzaba la estación estival, me empapé de lluvia en un placentero y catártico paseo bajo los árboles del valle perdido que propició alguien que me quiere bien, como dicen los italianos en acertada expresión, y que en castellano inevitablemente va seguida en nuestra mente de ‘te hará llorar’, como si no concibiésemos el amor que agrada y se complace en la alegría, que procura el bienestar, y siempre tuviéramos que andar pensando en escarmientos y en penitencias, sin duda huella de nuestra herencia cultural judeocristiana. 

El sofista Protágoras de Abdera decía en el siglo V a. C. aquello de que ‘el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son’. Mis simpatías hacia el pensamiento clásico grecolatino son públicas y notorias, y, aunque no soy practicante habitual, me confieso también creyente y cristiana, pero discrepo tanto de la máxima que implica la necesidad de que sufras como modo de hacerte ver que eres querido en una especie de compensación sui generis como de la que erige al ser humano en centro y referente del universo. Pienso que ambas premisas son foco de conflicto y que la manera de resolverlo no es siempre satisfactoria. 

Es natural tender a la comparación para aliviar la sensación de ignorancia, desconocimiento del que según el mito griego que nos hace protegidos de Prometeo sostiene que somos los más vulnerables de los seres vivos, motivo por el cual se nos concedió hacer uso de la técnica y fuimos bendecidos con la sabiduría, que la hace posible. La compensación, una ley que opera desde la lingüística hasta cualquiera de los aspectos que nos afectan como humanos en el recurrente y conocido intento de zafarse de la adversidad, lucha contra la asfixia que supone el fatum estoico, que por otra parte tanto tiene en común con el pensamiento cristiano, y también, aunque en apariencia sean antagónicos, con el epicureísmo.

El mito griego que nos hace protegidos de Prometeo sostiene que somos los más vulnerables de los seres vivos

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Suposiciones, hipótesis y conjeturas forman parte de la historia de la Filología y del Pensamiento, junto a misterios irresolubles que le confieren atractivo y lejos de restarle rigor pienso que dan todo su sentido al nombre de las disciplinas ‘de letras’: humanísticas. Nada más relativo, más sometido a lo imprevisible, más dotado de matices, más flexible que lo humano y todo lo que le atañe, desde el intelecto hasta las emociones. Es su propia esencia. Y no lo hace inferior al método ‘científico’ basado, si se me permite la simplificación, en la comprobabilidad de los hechos.

En este cambio de estación, entre el equinoccio de una primavera que ha sido a la vez invierno y verano y el comienzo de un estío que ha llegado con una herida profunda que sangra y duele, la noche de San Juan, como un heraldo, me trae la nostalgia del final de curso y los proyectos de vacaciones en medio de un ajetreo febril, de risas, música, verbena, reunión familiar, juegos de niños y planes de adultos enlazados, de vida que continúa, pese a las ausencias. De honra al recuerdo de los que se fueron y aún así permanecen. De conciencia de que nuestro antropocentrismo es la manera de reivindicar nuestra pertenencia a un plan superior en el que la Naturaleza, como una madre, nos abriga y cobija, nos hace partícipes de sus ciclos como si nos mirásemos en un espejo y nos reconociéramos semejantes a la generación de las hojas, esas de las que hace hablar Homero a Glauco y Diomedes, aparcando por un momento sus diferencias para ir a lo común, a lo que une incluso a los rivales: no ya la filantropía y los lazos de camaradería por encima de las diferencias, sino la conciencia de pertenecer a la Naturaleza y formar parte de ella.

Volverá a mostrarse el cinamomo desnudo de hojas, adornado por las constelaciones de sus frutos esféricos antes de que de nuevo sus flores estrelladas repueblen su follaje, la jacaranda alfombrará con su llanto malva los caminos, y la tipuana los cubrirá de las bolitas amarillas de sus flores arrugadas. Se renovará la esperanza y volverá la vida a ser milagro, pasando su testigo aun cuando no quede memoria de que fuimos y nuestras penas y alegrías se disipen como polvo en el aire. 

Catulo lo condensó en un solo poema que contiene todos los besos imaginables junto a la conciencia de lo efímero del ser, destinado a dormir una noche eterna. Celebremos entretanto la vida y la poesía. 

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