Los dioses deben de estar locos

Eugenia, en vísperas de su boda

Los últimos días de Mozart.

Los últimos días de Mozart. / Hermann Kaulbach.

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Durante el año 1787 Mozart, acompañado por su esposa Constanza, se dirige a Praga con la intención de estrenar la gran ópera Don Juan. La obra no está del todo acabada y el compositor se encuentra aún finalizándola durante el viaje. Este es el punto de partida que elige Eduard Mörike para su novela Mozart camino de Praga.

El músico hace un alto en el viaje y se adentra sin saberlo en el parque privado del conde de Schinzberg, allí toma furtivamente una naranja, lo que le ocasiona los reproches del jardinero al cuidado de los preciados frutos. El suceso, aparentemente de escaso valor, se revela sin embargo determinante para la historia. Reconocido por los propietarios, Mozart y su esposa son finalmente invitados a gozar de la hospitalidad del conde, están todos de enhorabuena pues en el hogar se está celebrando el feliz compromiso de Eugenia, su sobrina, y todos se sienten felices de poder albergar a una personalidad tan ilustre entre ellos. 

En tan agradable compañía Mozart y su esposa se muestran como son, deliciosos, encantadores, pero también deseosos de disfrutar la fama y sus ventajas materiales. Por encima de todo brilla la personalidad del gran artista, la música le ronda en cada instante, para él la composición es tan inherente y natural como la propia respiración. A los afortunados huéspedes les obsequia, como una divinidad repartiendo sus dones, con interpretaciones de la misma música que pronto ha de ser escuchada en Praga.

Eugenia comprende mejor que nadie la gigantesca dimensión artística de Mozart. Percibe que las fuentes de su poder creativo son hondas e inaccesibles, que emanan de la profundidad de su pecho y son tan poderosas que podrían destruir el frágil soporte humano sobre el que se sustentan. Contempla al artista en su doble condición de persona genial y a la vez de ser humano mortal. Lo compara con un meteoro que cruzara el cielo de la noche sumiendo en pasmoso asombro a quienes contemplaran el firmamento en aquel momento, al ver cómo se extiende un mágico manto de oro igual que si la aurora se hubiera adelantado. 

Pero semejante milagro ha de durar tan solo un segundo, el meteoro se deshace en la atmósfera, la luz con la que ilumina regiones y gentes es también la de la llama que lo incendia y lo destruye esparciendo su restos en el éter y devolviendo el mundo a la oscuridad salteada de estrellas y planetas menos resplandecientes, pero más duraderos y constantes. Eugenia tiene la impresión de que una vida como la de Mozart solo puede ser excepcionalmente breve, y siente como si estuviera viendo algo sagrado e irrepetible, el fugaz paso de un dios por la tierra. 

Su temor parece confirmado por la intervención casual del azar. Mientras ordena las partituras a la novia se le cae de las manos una canción popular de Bohemia cuyo triste contenido Eugenia lo entiende como un oráculo de muerte dirigido al invitado que se marcha ya. Que el alma -dice la canción- piense en su destino y reflexione sobre cómo arraigan por doquier las plantas que dan hermosas flores, sin conocer a dónde fue el viento a llevar sus semillas; que contemple el trote calmo de unos caballos en el camino, pues quién sabe si serán ellos quienes tiren del coche fúnebre antes de que lleguen a cambiar de herraduras; piense el alma, en definitiva, que la muerte está siempre cerca en el mundo, aunque este sea hermoso, lleno de vigor y vida. Eugenia comprende que la llama que brilla con mayor intensidad, ilumina y deslumbra, pero está destinada a extinguirse con mayor rapidez. 

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