La Opinión de Murcia

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Sinequanon

Viaje a la frontera interior

No es casual que desde el Sínodo Ecuménico de Nicea, en 325, se sitúe en este momento del año la celebración católica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Toda primavera es símbolo de resurrección por cuanto representa el inicio de un nuevo ciclo vital en el que la naturaleza se reestrena, con la llegada de Perséfone y la alegría de su recibimiento. La de 2022 lo es especialmente, pues una medida sanitaria que se tomó hace ya dos años (el enmascaramiento preventivo) ha quedado, al menos de momento, en el (mal) recuerdo. En Murcia la frontera la ha marcado el día del Bando de la Huerta, un día de alegría por excelencia que abre la puerta a los festejos de las Fiestas de Primavera que culminan en el Entierro de la Sardina. Su coincidencia con la festividad del santo capadocio, tan asociado en su versión catalana con la rosa y el libro, ha impedido celebrar el homenaje a Cervantes en la plaza de la Universidad que se inició en 2021 con voluntad de conmemoración anual conjunta por parte de la Universidad de Murcia y el Ayuntamiento.

Aprovechando el asueto que nos brinda la Semana Santa, José Luis y yo pusimos rumbo a Sierra Morena, con el estímulo de la reciente lectura de La frontera interior. Viaje por Sierra Morena (RBA 2022) de Manuel Moyano. Siguiendo sus palabras emprendimos camino de Aldeaquemada, uno de los pueblos que forman parte de las Nuevas Poblaciones que Carlos III fundara en el siglo XVIII por medio del establecimiento de colonos procedentes de distintos lugares de Europa, como explican apellidos de origen alemán, inglés, holandés o italiano, entre otros. Nos sorprendió muy positivamente la diversidad de paisajes encontrados, con las jaras productoras de láudano como protagonistas desde nuestro primer destino, en la Cimbarra, salpicando el entorno con su apariencia de copos de nieve —las cervunas—, junto a otras con pequeñas manchas granates en el inicio de cada uno de sus cinco pétalos —jara pringosa o de las cinco llagas—, y las rosas y aliladas, más pequeñas y menos frecuentes por esos lares, en anticipo de lo que en breve será una auténtica explosión, haciendo las delicias de las abejas, acompañadas de jaramagos de un intensísimo amarillo, combinados a tramos con amapolas reventonas o el morado penitente de florecillas silvestres cubresuelos y diminutas margaritas que tapizaban los prados donde encinas, viñedos, olivos, carrascas y pinares se alternaban entre ondulantes lomas y sinuosos valles. Los quejigos, semidesnudos, como si les hubiésemos pillado in fraganti tratando de despojarse de su piel para mejor soportar la subida de las temperaturas que ha sucedido a las lluvias de las últimas semanas en el sureste peninsular, rivalizaban con los anteriores asomando de cuando en cuando sus antropomórficas figuras.

Visitamos también, cabe Despeñaperros, abrigos rocosos circunvalados por el vuelo gregario de buitres de imponente envergadura, a la Venta de Cárdenas, con la que se ha venido vinculando uno de los episodios más conocidos de nuestra obra literaria patria por excelencia, El Quijote: el del manteo de Sancho, que, como argumenta Moyano, a través de la investigación del diletante cervantino Luis Miguel Román Alhambra, no sería el auténtico lugar de los hechos, que sitúa en la Venta de la Inés, ubicada en el antiguo camino Real de Córdoba a Toledo.

Muchos de estos cerros fueron decorados artísticamente por los íberos y ya utilizados por nuestros ancestros prehistóricos como lugares de culto a las fuerzas de la Naturaleza a las que el ser humano ha venido venerando a lo largo de los siglos con distintos nombres, desde una concepción panteísta en la que el espíritu se funde con el todo para resistir el vértigo de la nada, hasta las creencias monoteístas que reducen a un único Ser Superior el poder supremo, con el auxilio de intercesores como la Virgen María, que bajo distintas advocaciones espera el turno de su romería particular, como Nuestra Señora de La Cabeza, que aguarda paciente a que acabe la Semana Santa en su santuario, en la sierra de Andújar, al que se llega a través de una estrecha carretera en la que la señalización insiste en advertirnos que es zona de paso de linces, que parecen custodiar como guardianes invisibles la senda. Inodoros portátiles sembrados a discreción en una amplia zona junto a la aldea semidesierta el Jueves Santo en que la visitamos, donde se erigen los edificios de las hermandades, peñas y cofradías anunciaban que en breve se respiraría vida en el lugar en que se habrán alojado estos días los fieles, participando en una de las romerías españolas más antigua, y la segunda más populosa, tras la del Rocío, en Huelva, que tuvo como primer cronista al mismísimo ‘Príncipe de los Ingenios’.

La cripta, semiderruida a consecuencia de la Guerra Civil española, se mantiene abierta durante la noche, y resulta sobrecogedor contemplar, entre el fulgor crepitante de las velas, la parafernalia de ofrendas de distinto tipo que evocan enfermedades y dolencias simbolizadas por exvotos representando explícitamente los miembros u órganos afectados, amén de no pocas placas de conductores noveles, tal vez con carácter preventivo cara a hipotéticos accidentes, o fotografías tamaño carnet de oferentes o familiares en representación suya. De forma similar, en el santuario ibérico conocido como la Cueva de los Muñecos, desde el siglo V a. C. hasta la llegada de los romanos a la península se hacía ofrendas votivas de idolillos de metal que los naturales del lugar, ajenos a su importancia, fundían para forjar con ellos aperos para las labores agrícolas.

Los días se sucedieron entre centros de interpretación —como el de Las Navas de Tolosa, en Santa Elena, o Museos como el de La Carolina (arqueológico, histórico y minero) de cuya gestación participó José Luis Montero—, tapeo en lugares emblemáticos como Melancolía 7 en Úbeda —entre los cuales merece especial mención el jamón de los Pedroches que tomamos en el restaurante Las Columnas, en Villanueva de Córdoba—, visitas al interesante castillo musulmán de Baños de la Encina, amenizada por una simpatiquísima guía bañusca, y a la Iglesia del Cristo del Llano, con su impresionante camarín, a pintorescos pueblos como Hornachuelos, envuelto en el delicioso y sutil aroma del azahar que emanaban sus naranjos, o a mis amigos Dolores y Pepe, que nos ofrecieron el regalo de su hospitalidad en su casa de Herrera, excursiones a lugares únicos como el Cerro del Hierro, conocido como la siberia sevillana, zona de lapiaces kársticos de roca caliza rica en el mineral que le da nombre, o al impresionante Torcal de Antequera, que sorprende con su singularidad pétrea y la carretera que asciende entre suaves colinas cubiertas de verdor; atardeceres hipnóticos con el sol desangrándose lentamente en un horizonte en llamas que parecieran inextinguibles en su parsimonia... no faltó el penetrante incienso de las procesiones de Jueves y Viernes Santo en Úbeda o de Resurrección en Carmona, donde también pudimos disfrutar de su fantástica necrópolis romana en un día que marcó la máxima de las temperaturas en España, como preludio anticipado de un tórrido estío.

Con los ojos llenos de la belleza de paisajes como el de la sierra de Andújar desde Nuestra Señora de La Cabeza hasta la frontera con Castilla La Mancha, o el que de Villanueva de Córdoba lleva a Obejo, por una preciosa A-3100 donde las fincas de encinares en que el ganado pasta a sus anchas se delimitan con cercas de piedra, de toda una orgía floral y arbórea, y de la presencia de mariposas y abejas, cigüeñas, córvidos, abejarucos, aves rapaces y nocturnas, vestigios delatores de zorros y jabalís, cerdos, ovejas, reses, toros bravos, cabras, caballos..., entre aromas dulzones y gorjeos de los pajarillos que ajenos a las preocupaciones mortales celebran a coro con sus trinos la vida, después de una semana sin la servidumbre del teléfono móvil, que providencialmente se averió, volví a casa convencida de que no es el dolor ni la impotencia, que en ocasiones nos atenazan, la aguja de marear que debe regir el rumbo de nuestra realidad, sino la alegría, que, pese a los pesares, después de momentos de oscuridad que a veces se antojan interminables, hace que el sol brille de nuevo. Porque el viaje no es solo desplazamiento físico, sino, además, catábasis catártica al fondo de nuestro propio ser.

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