La Opinión de Murcia

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El árbol de la vida

Paseando con Robert Walser

El poeta afronta la búsqueda de la belleza

El poeta sale de casa en un día luminoso. Abandona el papel en blanco, el lugar cerrado y oscuro donde escribe. Se dispone a disfrutar de todo lo que ve, porque le invade «un estado de ánimo romántico-extravagante». Así se inicia El paseo, una narración de Robert Walser publicada en 1917. El poeta quiere vivir para luego dejar huella en la escritura, porque pasear es pensar y escribir, una forma de vivir en el más alto grado. Por eso, la mirada en el paseo se desliza hacia todo, confluye en todo.  

El poeta afronta la búsqueda de la belleza. Se cruza en su camino con un profesor que resulta ser una inteligencia de primer orden, con un químico pedaleando, con chiquillos corriendo sin freno, con damas elegantes, con caballeros que agitan el sombrero. Bromea con un librero a costa del libro más celebrado del año y con el cajero de un banco, que se burla en cierto modo de la despreciada existencia del poeta. Odia los automóviles, «esos toscos carros triunfales», porque lo que ama verdaderamente es el reposo y todo lo que reposa. Retrata la vida cotidiana, aunque se da la extraña paradoja de que, a veces, una actriz con la que se topa no es una actriz, y un parque por el que pasea no es un parque.

Parece claro que el poeta aprovecha, con cierta ironía, sus pequeñas disertaciones, que en realidad lo son, para burlarse de sí mismo, para presentarse «como pobre escritor y plumífero», como alguien que escribe libros que no gustan al público, como alguien que emplea de forma provechosa sus paseos para alentar y dar vida a sus historias. El poeta ama pasear y escribir, sobre todo lo primero. Sabe que las dos actividades están relacionadas en su mente y que cuando llegue el momento escribirá una obra de teatro o «una especie de fantasía que titulará El paseo.

En el interior de un apartado bosque, el poeta siente la comunión con el mundo, en el silencio, en el canto de un pájaro. Es la gratitud por vivir y morir, porque, en realidad, desearía tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila, donde escuchar, eternamente, el susurro del bosque. En el campo, pues, en el atardecer, el poeta siente la bondad del mundo, expresada en los colores de la naturaleza, en las sencillas viviendas de los campesinos. Arrastrado por el éxtasis del momento, la nostalgia y la melancolía hermanadas, el paseante se identifica con la madre tierra y escribe con emoción: «El espíritu del mundo se había abierto».

Cuando llega el final del paseo y, por tanto, el acabamiento del relato y de todas las cosas, absorto en la ribera de un lago, en un bosquecillo, mientras el atardecer se consume, el poeta se ve arrebatado por emociones y recuerdos diversos, que le llevan desde la tristeza por la imposibilidad del amor a una cierta frustración por las truncadas ilusiones puestas en este mundo, curiosamente allí donde la naturaleza ofrece sus mejores dones. 

Repleto de belleza, el paseo con Robert Walser se antoja, entonces, un encadenamiento de tragedia, bondad, sutileza y humor, una metáfora de las encantadoras repeticiones de la naturaleza y la vida humana. Todo se presenta, ante el lector, como una dulce y hermosa bendición. 

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