La Opinión de Murcia

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Los clásicos y los días

"Tristes guerras si no es amor la empresa"

Irene Papas como Clitemnestra |

Hace unos días La Opinión entregaba los Premios Importantes 2021. De este modo reconocía de forma pública la valía excepcional de 13 personas murcianas o relacionadas con Murcia que destacaron el año pasado más allá de nuestras fronteras por distintos méritos (atléticos, científicos, literarios, artísticos o relacionados con la educación, el medio ambiente —los derechos de nuestro Mar Menor— o la lucha pacífica contra la segregación, con el soterramiento de las vías del tren a su paso por la ciudad), a quienes desde aquí doy mi más sincera enhorabuena y expreso mi agradecimiento, pues su labor nos hace avanzar a todos.

Hay quien niega valor a los Premios (y muchas veces a los premiados o a los jurados, por distintos motivos entre los que no falta la envidia). Si me permiten la priamel, yo pienso que son necesarios, pues sirven de acicate para seguir en una línea que, aunque iniciada al margen de ellos, gracias también a ellos se ve subrayada, y sirve de visibilidad y al mismo tiempo de ejemplo y de orgullo para la sociedad que de este modo es testigo de la excelencia y se convierte en notario de ella.

Pero el ser humano es capaz, como sabemos, de lo más excelso y lo más ruin, y de disfrazar esto último con palabras que no hacen honor a la verdad, sino que, por el contrario, la tergiversan: «El objetivo de la operación es proteger a las personas». De este modo se anunciaba el jueves el inicio de una guerra en Europa cuya inminencia ha tenido en suspense al mundo particularmente desde inicios de este 2022, y cuyas terribles consecuencias no son difíciles de imaginar. Un ataque sobre ciudades ucranianas, incluida la capital, condenado por las instituciones europeas como injustificado, y que ha movido al secretario general de la ONU, el portugués António Guterres, a pedir «desde el fondo de su corazón» al presidente ruso que cese las acciones bélicas. En pleno siglo XXI, como vemos todos los días, el ser humano continúa imponiendo la violencia, tan inútil para resolver enfrentamientos, pues es precisamente el primer ingrediente para crearlos.

Ciertamente el conflicto forma parte del ser humano tanto en su individualidad como en la relación que establece con otros. El respeto es esencial para contrarrestarlo y poder convivir en sociedad, y el ansia de poder es el enemigo número uno de ese necesario respeto. Durante mucho tiempo pensé, como Platón, que el mal residía en la ignorancia. Hoy, dejada atrás buena parte de la inocencia, tengo para mí que el egoísmo es la clave de todos los males, pues la prepotencia y la egolatría exigen pisar al otro para encumbrarse, a ser posible sobre sus despojos, a fin de eliminar su reacción. ‘Aniquilar’, atendiendo a su etimología (de nihil, en latín), significa ‘reducir a la nada’, y es un afán constante común a todo totalitarista. No hay régimen autoritario que no recurra al genocidio o al etnocidio, matando el cuerpo y el alma para evitar el peligro que supone dejar la puerta abierta a futuros ‘ajustes de cuentas’ y borrar de la faz de la tierra la cultura de aquel al que se considera rival y enemigo. La prohibición de la lengua es el primer paso, y ese se dio hace mucho (desde 1627) hacia el ucraniano, con la censura y la destrucción de obras y documentos históricos.

Dentro del II Curso El mundo Clásico en las Ciencias y las Artes que organiza la sección de Murcia de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, el martes 22 de este mes pudimos disfrutar de una magnífica ponencia de Alejandro Valverde García bajo el título La tragedia griega en el cine: ‘Ifigenia’(1977) de Cacoyannis, disponible en nuestro canal en YouTube.

Fundada en el 422 a. C. como colonia por los griegos de Megara, concretamente de Heraclea Póntica —ciudad situada en la costa meridional del Mar Negro, que recibe su nombre del héroe griego Heracles por considerarse que desde allí descendió al Hades por una grieta que conducía al mismísimo río Aqueronte— cuyas ruinas, que abarcaban un área de 40 hectáreas se descubrieron en 1827 y fueron excavadas sistemáticamente a partir de 1876, cerca de la actual Sebastopol (ciudad con grandes reservas de gas, cuya base naval tiene alquilada Rusia hasta 2042), la Quersoneso táurica fue el lugar donde la princesa espartana Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra, fue trasladada por los aires milagrosamente por parte de la diosa Ártemis para librarla así del sacrificio exigido para que las naves griegas pudieran zarpar hacia Troya en la ofensiva para recuperar a la griega Helena, que había sido raptada por Paris, según relata Homero en su Ilíada y otros autores que escriben sobre el ciclo épico en torno a este famoso episodio.

Cacoyannis prescinde de la escena del sacrificio y deja abierto el final, con un plano fijo de la mirada de Clitemnestra que el conferenciante calificó de ‘gorgónica’ ante el engaño que había llevado a ofrecer en el altar como víctima propiciatoria a su hija menor, bajo el pretexto de una boda con Aquiles. Los espectadores que conocen el dramático final de Agamenón tras su nóstos, finalizada la guerra de Troya, aprecian el significado profundo de la expresión de los ojos de una siempre magnífica Irene Papas.

Pero más allá de la mitología, la Quersoneso (península en griego) de la Quersoneso Táurica (una península dentro de otra península), conocida también como Táurica sin más, floreció entre los siglos IV y II a. C., gozó de un régimen democrático de gobierno y acuñó su propia moneda. Su economía, basada en la viticultura, la pesca, la manufactura y el comercio de cereales, ganado y pescado, floreció. Reconoció la soberanía de Mitrídates, el rey del Ponto, y sufrió las luchas de este con Roma, a cuyo poder terminó también sucumbiendo para pasar a formar parte del imperio bizantino en el siglo IV d. C. y llegar a ser entre los siglos V y XI la ciudad más grande de la costa septentrional del Mar Negro, e importante centro de la cultura Bizantina.

A finales del siglo X fue tomada y gobernada brevemente por el príncipe Volodymyr el Grande (conocido como Vladimiro I de Kiev o San Vladimir, último hijo de Sviatoslav I de Kiev y Malusha, una esclava descrita en las leyendas como profetisa), quien en 980 había consolidado la Rus desde la actual Bielorrusia, Rusia y Ucrania hasta el Mar Báltico, y solidificado las fronteras contra las incursiones de los búlgaros, las tribus bálticas y los nómadas orientales.

A principios del siglo XIII, con la captura de Constantinopla por los cruzados, quedó bajo la protección del efímero imperio de Trebisonda. Tras el paso de hunos, godos y mongoles, en la segunda mitad del siglo sufrió un rápido declive, cuando Génova estableció el monopolio de comercio en el mar Negro. Los tártaros saquearon la ciudad en 1299, y de nuevo a finales del siglo XIV, llevándola a la despoblación. Sobre el resto de su historia invito a investigar en las fuentes. La reciente, con ucranianos y rusos ocupando la península de Crimea, nos muestra que la historia avanza (diacrónicamente), pero también retrocede, a base de luchas y conquistas, y que casi consumido el primer cuarto del siglo XXI el ser humano no ha aprendido a dialogar en paz.

Frente a este estado de cosas, reivindico la militia amoris de los elegíacos latinos, que tan bien supo reflejar el oriolano Miguel Hernández en sus versos «tristes guerras/ si no es amor la empresa...» y, con Llach, afirmo que «Cal que neixin flors a cada instant», unas flores de esperanza simbólica que envío a mi amiga Lyudmila Zhebrun, Mila, que lleva el amor imbricado en su nombre y en su música, que me sigue envolviendo en el recuerdo.

Para ella, para su familia, y para los ucranianos que sufren en primera persona los efectos de la sinrazón.

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