El artista plástico José Antonio Torregrosa García, ‘Torregar’ (Ceutí, 1978), vuelve a reflexionar sobre el tiempo, o, de forma más concreta, «sobre las repercusiones físicas y éticas que su transcurso tiene en el sujeto», a través de la exposición Alfa y Omega, que se puede visitar en el Museo Cristo de la Sangre de Murcia hasta el 9 de febrero. Así lo explica el comisario de la exposición, Pedro Alberto Cruz Sánchez, al argumentar cómo el universo visual del artista se forja en torno a una idea fundamental: «La conformación de nuestra identidad se realiza con la ‘materia prima’ de nuestra muerte». 

La exposición se ha dividido en dos espacios: el Museo Cristo de la Sangre, donde Torregar ha intervenido tres conjuntos escultóricos, y la sala de exposiciones temporales, en la que exhibe máscaras mortuorias como «una manera de fijar la muerte y la perdurabilidad, el intento de perpetuarse a lo largo del tiempo», sostiene el artista. 

El discurso subyace de una «temporalización del ontos [el ser]», como describe Cruz Sánchez, y comienza con la instalación Domus Vitae, «una plataforma retroiluminada sobre la que se disponen las cabezas de decenas de fetos», a la vez que concluye con una colección de máscaras mortuorias y un Cristo yacente. «Todas las cabezas de Domus Vitae impactan por su isomorfismo, por la ausencia de la muerte como elemento diferenciador de cada sujeto. Para Torregar −puntualiza el comisario− la condición del feto es la única en toda la existencia del ser humano en la que solo existe la vida como factor de configuración del ser». 

Las máscaras mortuorias, por otra parte, están realizadas en tinta china sobre papel, salvo la pieza que da la bienvenida al visitante: un autorretrato que se materializa en una escultura realizada en ceniza. El conjunto dialoga entre sí y con el espectador y vehicula la idea del autor de mostrar cómo la vida se va fijando en el rostro. El artista lo define como «esa vida vivida, ese currículum», a modo de resumen, «porque los posos del tiempo se van marcando y quedan ahí de manera permanente», señala. 

Al recorrer el espacio fijamos la atención en un Cristo yacente realizado ex profeso para la sala. Torregar parece acariciar la obra con su mirada: «Quería jugar con la idea de que fuera algo muy volátil, efímero, no con ese carácter tan realista de otro tipo de pintura que suelo hacer; es un Cristo yacente, pero, al mismo tiempo, parece que se está desvaneciendo, se está deshaciendo. Puedes intuir la cara −añade−, los detalles, pero, en realidad, hay muy poca información. Quería jugar con la idea de distancia con la que el espectador se enfrenta a la obra», una constante en su trabajo. 

La identidad temporalizada

En sus máscaras están presentes conceptos como la vida, el tiempo, la muerte y el rostro. Se asume «la equivalencia que este autor establece entre ‘rostro’ e ‘identidad’». Es esa identidad temporalizada a la que se refiere Cruz Sánchez en el texto de la muestra: «El ser del individuo se vuelca sin restricciones en su expresión facial. En sus ojos y boca, en cada una de sus arrugas o en sus registros faciales, se asiste a la emergencia de su existir». Torregar amplía esta idea: «Damos por hecho que el rostro, en cierto sentido, es donde se hace latente la experiencia vital; entonces, una máscara mortuoria, donde tratamos de capturar el rostro en el último instante, es precisamente eso, es toda la vida», afirma. 

La documentación necesaria para este trabajo se ha realizado a través de visitas y búsquedas en varios museos. Carentes de título, aunque pertenecientes a personajes ilustres, las máscaras preservan el anonimato de sus protagonistas: «No importaba tanto que fuera una máscara de alguien en concreto, sino la idea en sí que se articula en torno a ellas», señala el artista. Y ese juego que propone la máscara, tal y como la entendemos en la actualidad, es elegido por el autor debido a «esa doble vertiente de interpretación de la imagen que queremos proyectar; es como la máscara que llevamos encima, la que nos protege y, de alguna manera, la idea que queremos tenga la gente de nosotros. Es esa ficción de cómo nos ponemos una máscara», puntualiza. 

También la idea del «rostro como vulnerabilidad» en Torregar, desarrollada por el filósofo lituano Emmanuel Levinas, es atendida por Cruz Sánchez: «La condición de pobreza y de fragilidad del rostro reside en su desnudez» como la «parte del cuerpo más expuesta y honesta, aquella a través de la cual el ser se entrega al otro sin reservas». 

A lo largo de la historia, y en diferentes épocas, se ha dado valor a la máscara, señala el artista: «Se han hecho positivados en latón, en metales o reproducciones que, simplemente, trataban de captar la esencia del difunto. Se pretendía dejar constancia. La gente no tenía un retrato al uso y muchos retratos se han hecho a raíz de las máscaras mortuorias. Esa idea ha ido cambiando a lo largo del tiempo, pero se ha mantenido la sensación de perpetuarse, de que la vida no acaba con la muerte; es como proyectarse un poco más allá».

Cada rostro funciona −en el planteamiento del comisario de la exposición− «como la epifanía de una identidad temporalizada», porque identidad y tiempo, «en el contexto estético definido por su obra, constituyen una tautología: somos el tiempo vivido». Torregar ha prestado atención al tema de la ancianidad, cuestión que se explica «por el anudamiento que realiza de conceptos como identidad, tiempo vivido y muerte», donde resuena la teoría de Derrida del individuo «como un ser para la muerte. Es el tiempo el que da la vida; pero […] la materia de la que está hecha el tiempo es la muerte».

La muestra estará expuesta en el Museo del Cristo de la Sangre hasta el 9 de febrero. Juan Carlos Caval

Magro sobre graso

Al transformar la materia, Torregar se refiere al proceso técnico como «jugar con la idea del magro sobre graso». A nivel procedimental, «cuando pintamos al óleo, por ejemplo, lo utilizamos como pigmento diluido con aceites, de tal manera que ya es un producto graso. La idea es que, al principio, disolvemos un poco el óleo en las primeras manchas con esencia de trementina y, progresivamente, vamos añadiendo menos esencia hasta aplicar el óleo puro. A esta técnica se le llama ‘aplicar graso sobre magro’. Continuamente, cada capa que aplicamos encima tiene más porcentaje de grasa», especifica. 

Sin embargo, cuando el procedimiento se invierte, se producen otro tipo de efectos: «Marco unas directrices, unas pequeñas manchas blancas con un producto muy graso, cera en este caso, y al pintar con la tinta china encima, resbala». El artista advierte ir contra natura, pintar magro sobre graso, llevando así el trabajo a su terreno de la técnica y los procedimientos pictóricos: «Buscaba que, con poca información, fueran imágenes muy rotundas» que enlazan con cuestiones como el silencio y la paz: «Los párpados caídos, los ojos cerrados, confieren a las piezas un aspecto que invita a la reflexión, como si se hubiera detenido el tiempo», apunta. 

De alguna manera, las máscaras se vinculan con la idea de resurrección en el Cristo yacente y en el autorretrato de ceniza: «Es un intento de máscara mortuoria que se basa en esa idea de resurrección, en un contexto religioso (‘Polvo eres y en polvo te convertirás’ [Gen 3:19]) y mitológico, como el Ave Fénix que resurge de sus cenizas. Alfa y Omega es precisamente eso: yo soy el principio y el fin». 

Contrastes de luz y color

La intervención en el museo, por otra parte, se ha centrado en la luz y en el color. Se trata de una continuación: «Las propuestas forman parte de la misma exposición, pero los espacios son totalmente distintos. En el interior del museo trato de establecer un vínculo, un diálogo con lo que ya había. No es tanto cambiar de paradigma, pero sí revisitar la obra desde el respeto más absoluto. Cambiar un poco el sentido o realizar una pequeña aportación». No obstante, trabaja el mismo concepto, pero utilizando un lenguaje diferente: «Enfrentar la austeridad de la tinta china sobre papel con la intervención escultórica me parecía un cambio interesante. En el espacio blanco, esta austeridad funcionaba mejor. Desligarla de lo cromático ayuda a centrar el tema, el gesto, el concepto».

Torregar ha intervenido la obra El Lavatorio, de Juan González Moreno, y otras dos del escultor José Antonio Hernández Navarro, Jesús en casa de Lázaro y El Cristo del Amor en la Conversión del Buen Ladrón, estableciendo así un diálogo con las tallas de los imagineros murcianos. «Me interesaba el juego de contrastes y la idea de origen y fin. Con Domus Vitae se dispone una mesa que, simbólicamente, representa la mesa en torno a la que se encuentran los apóstoles; casi doscientas piezas que simulan cabezas de bebés, de fetos, que representan el origen. Juego siempre con el origen y el fin −incide Torregar−, porque es también el principio del fin, de la muerte. Esa misma noche es cuando capturan a Jesús; es decir, es jugar con la idea del principio de la muerte de Jesús. Quería establecer ese diálogo y un contraste de materiales: frente a la madera, a los esgrafiados, a los estofados clásicos de González Moreno, la luminosidad de la resina de poliéster retroiluminada es un contraste tremendo». 

La mesa se ha colocado a la altura de los pies para que no tapara la talla y contrasta con los distintos colores de las piezas y los estofados de las túnicas, «proporcionando una iluminación muy distinta a la original», comenta el artista. Así, Domus Vitae resignifica este conjunto escultórico clásico en diálogo con la obra de González Moreno: «Las dos piezas adquieren un significado o un carácter totalmente distinto, y todo forma parte de una escenografía muy teatral, donde la luz tiene un protagonismo inevitable», relata el artista. 

En Jesús en casa de Lázaro, de José Antonio Hernández Navarro, la intervención ha consistido en sustituir el paño de la mesa que acompaña al conjunto por un tapete de terciopelo rojo, donde se han colocado fetos dorados que forman parte de una pieza mayor: «Los fetos representan el origen de todo; no quería hacer una descripción detallada sino permitir la interpretación de cada espectador. Soy consciente de que se trata de un mundo tradicional, pero he desarrollado la idea desde el respeto», insiste. Con ellos habla de la clonación y del origen de la vida. 

Por último, en El Cristo del Amor en la Conversión del Buen Ladrón, también de Hernández Navarro, la intervención «ha supuesto la colocación de neones fluorescentes y calaveras patinadas con pan de oro». La exposición es «un intento de conservación de un momento concreto, que es la muerte y la vida», concluye.