El politólogo francés Sami Naïr (Tremecén, 1946) fue, el pasado jueves, la gran estrella invitada de la primera edición de la ‘Noche de las Ideas’ de Cartagena. No era la primera vez que el pensador de origen argelino pisaba la ciudad portuaria, donde ya estuvo a finales de 2018 participando en el ‘Foro de Ciudades Sitiadas: Las guerras del siglo XXI’; tampoco parece que vaya a ser la última, a tenor del cariño con el que se refiere a ella y a su gente. Además, tiene en su buen amigo Francisco Jarauta –él se refiere al catedrático murciano como ‘Paco’– a un anfitrión de excepción. Junto a él protagonizó anteayer un encuentro en la Facultad de Ciencias de la Empresa de la UPCT que, organizado por el programa ‘Cartagena Piensa’, despertó gran expectación en la localidad. Y es que no todos los días se tiene la oportunidad de escuchar a uno de los grandes intelectuales de nuestro tiempo (especialmente en cuestiones de movimientos migratorios). LA OPINIÓN ha aprovechado esta visita para hablar con él justo antes de que dejara la habitación del hotel en el que ha estado hospedado. ¿El tema a tratar? Esa charla: ‘Cosmopolitas, uníos!’

¿Cómo está? ¿Qué tal está yendo su visita a Cartagena?

¡Fantásticamente! Una maravilla, como siempre. Es la segunda vez que visito esta ciudad, y me encanta (el tiempo, la gente...). Además, ayer [por el jueves] tuvimos un encuentro magnífico con mi gran amigo Paco Jarauta; fue, como siempre, un verdadero placer.

¿Sobre qué conversaron? ¿Qué tal fue la acogida?

Fue una charla muy interesante... Tratamos varios temas, aunque el principal era la unión de los cosmopolitas del mundo, como decíamos en el título. Tanto Paco como yo intentamos ampliar un poco esa idea y sus razones. Y, aunque no es mi papel valorar el encuentro, vino mucha gente y parecían contentos [Risas]. Para mí fue un momento de placer intelectual grandísimo.

El motivo principal de esa unión que reclaman es la cooperación internacional para la consecución de un orden social más justo, pero las desigualdades parecen lejos de desaparecer...

A ver, aquí nos encontramos con dos problemas distintos. Por un lado, hay que aclarar que eso de unir a los cosmopolitas del mundo no es una idea abstracta, sino de una gran relevancia en los tiempos que corren. Vivimos una época de repliegue identitario; de auge de los nacionalismos excluyentes; de enfrentamientos entre culturas, religiones e, incluso, entre los grandes modelos del sistema geopolítico..., y, en este sentido, reclamar una visión mucho más abierta y universalista es tremendamente necesario. Pero eso no implica esconder u ocultar la realidad del mundo en el que vivimos. Precisamente esos repliegues chovinistas, extremistas y populistas tienen su origen, a menudo, en una situación de crecimiento de las desigualdades a escala planetaria –también a nivel nacional– y mucha gente entra en ese proceso de regresión identitaria porque se sienten amenazados por el desarrollo de esas desigualdades. 

"El porvenir no se encuentra volviendo atrás, sino avanzando en solidaridad, tolerancia y dignidad"

Vivimos una época histórica muy singular: es la primera vez en la historia de la humanidad que compartimos, a nivel mundial, un sistema económico común. En el siglo XVII y en el XIX ocurrió algo parecido, sí, pero nunca nos enfrentamos a una globalización como esta, liderada por fuerzas económicas internacionales sobre las que no hay control alguno por parte de los estados, y mucho menos de los ciudadanos. Y, claro, eso provoca un temor enorme entre la gente... Además, la diferenciación entre unas situaciones sociales y económicas y otras es cada vez más palpable por todo el planeta, pero muy especialmente en Europa, ya que aquí el modelo del estado del bienestar está fuertemente arraigado en la ciudadanía desde hace un siglo, y eso hace que su destrucción sea aquí particularmente sensible... 

Y la pandemia no ha ayudado... Hace unos días, Oxfam Intermón hizo público un informe en el que se detallaba cómo las grandes fortunas de nuestro país han crecido durante esta crisis sanitaria, mientras más de un millón de personas habían caído en la pobreza.

No, no está ayudando... Para entender los efectos de la pandemia hay que revisar las consecuencias de la crisis económica de 2008. Porque, para cuando llegó la covid, la inmensa mayoría de los países ya habían destrozado todos sus sistemas sociales con una política de austeridad durísima, y pagada esencialmente por las capas medias y populares (sobre todo, por las medias, ya que la tendencia habitual es proteger a la clase más desfavorecida). En este contexto, la crisis sanitaria global que estamos padeciendo desde hace dos años ha hecho estallar definitivamente todo el sistema de control económico puesto en marcha entonces por la Unión Europea (el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, los criterios de Maastricht, etc.), porque los países no podían hacer frente a las consecuencias económicas de la pandemia. Y, claro, Bruselas ha empezado a aceptar los déficits públicos, deudas importantes entre los estados miembros, el crecimiento de la inflación... Eso ha provocado, inevitablemente, una reorganización del sistema. 

Pero lo interesante aquí también es que en realidad en todas las crisis –salvo que impliquen una transformación radical del sistema económico– se observa que, al final, los ricos se han vuelto más ricos y los pobres, más pobres. Y esto es así por una razón muy sencilla: porque, como te decía, el sistema económico en el que estamos metidos no tiene piloto, no tiene capacidad para autorregularse; es un sistema ultraliberal que depende casi exclusivamente del intercambio de capitales en las bolsas, en los lugares donde rigen políticas de especulación financiera. La Red Federal controla, pero poco; el Banco Central controla, pero poco... O sea que estamos atrapados en un sistema global absolutamente descontrolado porque carecemos de una regulación planetaria de la economía. Porque, claro, eso implicaría cooperación internacional a escala mundial, pero los estados en este momento solo trabajan en función de su propio beneficio... En mi opinión, una de las grandes reformas necesarias para luchar contra las desigualdades sería la puesta en marcha de un Consejo de Seguridad Económico –al nivel del Consejo de Seguridad de la ONU– que pudiera orientar la actividad financiera a nivel global.

Antes hacía alusión a ese auge de los nacionalismos excluyentes. En este sentido, son muchos los que demonizan el concepto de ‘globalización’ (o ‘cosmopolitismo’) en tanto en cuanto eso puede acabar diluyendo la cultura propia de los pueblos. ¿Qué opina de esta postura?

Bueno, hay dos maneras de ver las cosas. Una, efectivamente, es esa que en los últimos años parece de nuevo en auge y que es regresiva, conservativa y –para decirlo de una manera más significativa–‘reaccionaria’. Eso de: «No queremos tu globalización, volvemos a las fronteras (tanto humanas como financieras)» es una perspectiva que no tiene porvenir. Principalmente, porque la economía ya está globalizada y no podemos volver atrás. Pero esto ya pasó en el siglo XVII con el mercantilismo y en el XIX con la Revolución Industrial, ya entonces había autores que defendían la vuelta de los sistemas de la Edad Media. En fin... En mi opinión es una vía que está involucrada con el pasado y que, por tanto, es una pérdida de tiempo; además, muy peligrosa, porque este tipo de reacciones –de ahí que hable de una visión ‘reaccionaria’– desembocan, como todos sabemos, en estados totalitarios, fascistas, basados en la raza..., estados que, en definitiva, no tienen nada que ver con el concepto de ‘ciudadanía moderna’, basado en los derechos políticos. 

¿Y cuál sería la otra postura?

Es mucho más compleja, pero a la vez prospectiva, que consiste en decir: «Vale, la globalización es un hecho, así que vamos a trabajar para controlarla de manera que las identidades nacionales no se sientan atacadas; vamos a elaborar una política que permita a la gente tener, en este contexto, una visión más progresista». Y eso es lo que nosotros defendemos. Porque para mí no hay nada peor a nivel político que plantear la cuestión del desarrollo de los pueblos a partir de las identidades, que es algo que tiene que ver con la nación, con las colectividades, los individuos..., pero que no puede ser utilizado para separar a la gente. El contrato que tenemos que alcanzar debe ser político, no identitario. Porque yo respeto a todo el mundo –no me importa su raza, ni su credo ni su cultura–, pero a lo que hay que aspirar es a construir un sistema social solidario que permita a cada uno de nosotros vivir dignamente, y esa es una perspectiva que podemos desarrollar precisamente sobre esa idea de globalización. El porvenir no se encuentra volviendo atrás, sino avanzando en solidaridad, tolerancia y dignidad.

¿Qué papel juegan los nuevos movimientos sociales (ecologistas, feministas, etc.) en esa sociedad civil global de la que habla?

Pues un papel muy importante. Ayer hablaba Jarauta sobre ello, y tiene toda la razón. Estos movimientos son un elemento prácticamente exclusivo de la época en la que vivimos; hace diez o quince años no existían. Es un sujeto nuevo y que, creo, puede ayudar a la gente a tomar consciencia de su situación, a no depender de partidos políticos que tienen sus propios intereses... Me parece un fenómeno fundamental en este momento; una forma de resistencia que corresponde indiscutiblemente a este periodo histórico.

Esas posturas políticas reaccionarias (de extrema derecha) acostumbran a ser muy críticas con estos movimientos. También decía que las capas trabajadoras, las más afectadas por las crisis, se habían convertido en el sustento electoral de estos partidos, e incluso hace poco dijo que en su país, en Francia, en las regiones en las que tradicionalmente se había votado al Partido Comunista, ahora se votaba al Frente Nacional. ¿Qué debe hacer la izquierda para recuperar a la clase obrera?

Es una pregunta muy difícil... Pero, en mi opinión, esta es una batalla que se puede ganar. Lo primero que debemos hacer es relativizar: todos los que votaban al Partido Comunista no apoyan ahora al Frente Nacional, pero sí una parte importante de los obreros. ¿Por qué? Porque se sienten abandonados y traicionados (tanto por los partidos tradicionales de la izquierda como por los de la derecha). Piensa que, por lo general, éstos suelen tener un discurso transformador cuando están en la oposición, pero cuando llegan al poder hacen justo lo contrario. 

Como ha ocurrido en su país...

Exacto. En Francia lo sabemos bien, y el ejemplo más reciente es el de François Hollande. Hablamos de, quizá, una de las presidencias más pésimas que hemos vivido desde la Segunda Guerra Mundial: traicionó absolutamente todos sus principios, y el resultado ha sido la destrucción del Partido Socialista, como demuestran los sondeos de intención de voto para las próximas elecciones presidenciales (le dan un 2% a la pobre Anne Hidalgo, que se ha metido en una batalla perdida...). Pero es que la gente ya no confía en ellos –normal– y, mientras, la extrema derecha promete acabar con todo. Hay mucha gente que dice [sobre el Frente Nacional de Marine Le Pen]: «No sabemos cuál es su programa, pero van a hacer estallar todo este sistema, así que estamos listos para votarles». Y ellos [la extrema derecha] no tienen propuestas; su discurso es exclusivamente de protesta, de crítica. Todo el mundo sabe que echar a los inmigrantes no va a solucionar nada (además de que significaría la destrucción del estado de derecho en Europa...), pero el enfado de la ciudadanía es importante y... Estamos experimentando día a día la degradación de nuestras condiciones de vida, de nuestros derechos laborales, y la izquierda tiene que responder ante ello. 

¿Cómo? 

Pues, para empezar, haciendo autocrítica (cosa que en España ha ocurrido, pero en Francia todavía no). Cuestionarse y buscar soluciones ante lo que se ha hecho mal permitiría a la izquierda recomponerse poco a poco. Y, después, habría que elaborar un modelo de desarrollo económico basado en el respeto de la naturaleza, de la ciudadanía y de todos los acervos humanistas propios de la civilización y las sociedades europeas. Proponer, en definitiva, una nueva utopía: construir algo diferente a lo que tenemos actualmente, porque si algo tiene claro la gente es que quiere un cambio, y eso es lo que empuja a algunos a volver atrás y, a otros, a seguir avanzando, lo que es para mí la única vía posible.