Marisa López Soria ha vuelto al territorio poético (si es que alguna vez lo abandonó la hija de la poeta Josefina Soria) con Muy señores míos. Desenredando la trama poética, resulta evidente que todo el trayecto que va desde la muerte del padre hasta el momento en que el amor parece confundirse con las jacarandas está marcado por una pérdida, por una ausencia dolorosa e irremplazable. El lector puede rastrear el itinerario sentimental de la poeta porque en Muy señores míos hay un acercamiento de las cosas que llega hasta lo más íntimo, seguramente porque López Soria parece sentirse más cómoda en lo personal, en los detalles que reflejan lo cotidiano.

El dolor por la muerte del padre deja a la poeta «truncada como nunca». Todo se ha trastocado. Septiembre, mes funesto, ya no será mes de vendimia y de fiesta. Poco a poco, los recuerdos evocadores de la figura del padre van recreándose, saliendo a la luz, emergiendo de la memoria: el gesto, la sonrisa, el sombrero, las manos «como mundos», las historias, y un legado de idealismo, indulgencia y revolución insolente. El lamento es hondo porque no hay preciosismos que valgan cuando se trata de la muerte, que se presenta como un suceso «familiar, categórico, / de lo más cotidiano». Las imágenes poéticas trazan el dolor íntimo de la poeta que, vagando en sueños, aguarda quizá un anhelado encuentro con el padre. Es aquí, en este contexto, donde las palabras son como «paños homéricos que tratan de calmar / de qué va la fiebre extraordinaria», aunque sea difícil acertar con las palabras, porque es necesario atravesar el dolor, el insoportable lamento, el desconsuelo. Consumida, a veces, por una rabia lacerante, por una furia que no puede controlar, la poeta trata de superar el duelo, el tránsito y clama pidiendo ayuda. Es una suplicante ante la naturaleza toda. 

En los Poemas reos de culpa, que suceden a La orilla rota donde fluye el dolor, nos aguardan los recuerdos de la infancia, y la amarga y apresurada búsqueda de amor, no exenta de errores, plena de ironía y de falsarios que se abandonan en el camino. Afloran, entonces, los versos más hermosos, los más líricos: «Cuando yo era pequeña, / solo era importante el aire». Y afloran, también, los secretos que se guardan, «de todas las mujeres que fui y que / de cuando en cuando recuerdo». Errática, la poeta siente la necesidad de dejarse arrastrar por un amor que dure de por vida. 

Y al fin, en París parece llegar el amor. La poeta despierta como de un duradero letargo, ya tiene un plan. Se ha propuesto vivir, pero con una serie de condiciones, de exigencias para el amante, que incluyen derramarse, completamente. 

Las imágenes poéticas traducen, entonces, un leve erotismo: la necesidad ineludible del contacto carnal, de los besos, los sabores vinculados a los placeres, la sangre que fluye. Por alrededor parecen flotar las plantas y las flores, sus colores y sus aromas, todo entremezclado. Es el encuentro del hombre buscado, anhelado, después de escribir poemas reos de culpa. Se pueden hacer conjeturas sobre el alcance del amor, pero no cabe duda de que la poeta ha alcanzado la tan ansiada armonía, y la vida se abre paso «en danza, en fiesta permanente y espectáculo, / circunferencia plena del cosmos». 

Siempre a la búsqueda de un lenguaje rotundo y exacto, y muy dada a los juegos de palabras, López Soria ha llegado a decir que hay algo en su carácter que se asemeja a un sentimiento trágico de la vida, que distrae, en todo caso, con sentido del humor. En realidad, si dejamos hablar a la poesía, observamos que lo que se pretende, en definitiva, es «domesticar las sombras conversando, / amar tranquilamente y poco más». Quizá en estos versos se deslice (o se sugiera) la aspiración final.