Si te gusta viajar a lugares recónditos, la literatura y el cine de aventuras, seguro que amas la pintura de Ángel Mateo Charris, un cartagenero universal. Sus escenas pictóricas flotan en un tiempo detenido, casi eterno, tal vez irreal, que atrapa todas nuestras ansias de exotismo. Podría haber sido un gran escritor, su obra tan literaria es una suerte de realismo mágico; de hecho, ha escrito textos maravillosos para exposiciones propias y ajenas, que son deliciosas narraciones o cuentos. El caso es que en sus obras te sumerges con los ojos bien abiertos en historias que te atrapan.

Charris, que tanto ha viajado por todos los continentes, es un hombre de raíces: vive en la misma casa (remodelada) en que nació, en el barrio cartagenero de Las 400. Muy cerca tiene su estudio: un amplio edificio de dos plantas que fue una carpintería. Abajo tiene el almacén con sus cuadros perfectamente ordenados y envueltos, al lado una amplia biblioteca, y en el piso de arriba una luminosa estancia con una mesa de despacho, otra mesa amplia, estanterías y muchos caballetes de un blanco impoluto, sobre los que pinta varios cuadros a la vez. Todo está muy limpio y ordenado porque dice que hacerlo le relaja y le ayuda a pensar. Le hago unas fotos y nos disponemos a hablar de su vida y sobre todo de sus viajes. El viaje es un tema fundamental en su obra y, además uno de sus minuciosos métodos de trabajo desde que hace treinta años se fue a América con Gonzalo Sicre, tras las huellas de Hopper, antes de aquella maravillosa exposición de ambos titulada Cape Cod Cabo de Palos. La obra de Charris, que no está exenta de homenajes, humor e ironía, también le debe mucho a la cultura pop, al cine negro, la publicidad, el cómic o las revistas antiguas.

Tuvo un abuelo minero y «mi otro abuelo era marino y mi padre guardamuelles en el puerto de Cartagena, por eso de pequeño me gustaba ir a ver los barcos y descubrir de qué países venían y a qué lejanos lugares marchaban».

Recuerda cuando su hermano mayor le compró unos colores para pintar en la playa. «Siempre me gustó el rollo creativo, cantaba en un coro y tocaba el sintetizador, pero nunca fui a clases de pintura hasta que hice Bellas Artes en Valencia», dice. Le está especialmente agradecido a Paco Martín, que le encargó trabajos para el Ayuntamiento, el logo de la Mar de Músicas o del Teatro Circo y algunas exposiciones. Nunca olvidará el fin del milenio: Coincidió su gran exposición en 1999 en el IVAM, con más de cien obras de gran formato, la muerte de sus padres, con poco tiempo de diferencia y la operaron de un tumor que lo dejó sordo de un oído (medio Goya, le digo).

Sigue fiel (casi) a su Galería Mi Name is Lolita y me cuenta que viaja solo con una maleta pequeña que no trae cargada de compras, y me dice: «Todo se ha parado con la pandemia, pero yo lo he aguantado porque no tengo gastos, cada vez necesito menos cosas, es lo mejor que yo puedo aportar contra el cambio climático, aparte de no tener coche: vivir más lento y con menos», y añade: «La solución del Mar Menor es acabar con lo de todo por la pasta».