Años antes de su caída, Constantinopla ya olía a cenizas. Era cuestión de tiempo. Los turcos merodeaban sus puertas desde décadas atrás. Las Cruzadas habían demostrado que la ciudad era frágil, siempre dispuesta a los saqueos y al tumulto. Pedro Tafur la visitó en 1437 y 1438. Observó el hipódromo, donde siglos atrás las cuadrigas endurecían el polvo de la carrera, la cisterna con la que Bizancio bebía en abundancia. Pudo contemplar las heridas en la murallas. El asedio de 1422 aún llenaba de terror los recuerdos de los habitantes. La ciudad había estado a punto de perderse ante el empuje de Murad II, pero las fortalezas habían resistido. Las piedras, agujereadas de metralla, habían demostrado que la ciudad sería inexpugnable y que solamente se podría entrar si alguien abría una puerta. Y así ocurrió. En el aciago año de 1453.

Pedro Tafur fue uno de los últimos viajeros occidentales en visitar la Constantinopla cristiana. Cuando las tropas del sultán cambiaron la cruz por la media luna, Europa contuvo la respiración. Había caído la segunda Roma. El viajero sevillano sobrevivió al cataclismo y su vida se extendió casi hasta que Colón descubrió el Nuevo Mundo. Sin embargo, su mirada es la de un hombre nuevo. Por aquellos años en los que Constantinopla se lloraba, él redactaba el viaje que había realizado en la década de los treinta y que lo había llevado a recorrer la vieja Europa, tan moderna a esas alturas de la historia. También visitó el oriente mediterráneo, las ciudades santas de los Libros, un hervidero religioso que compaginaba la fe con las venganzas.

Europa en el siglo XV cambiaba su fisionomía. Desde Italia a los Países Bajos, se despertaba un espíritu clásico que estaba transformando la cara de las ciudades. Las esculturas salían de debajo de la tierra, los antiguos templos emergían con sus columnas rotas y los artistas empezaban a mirar hacia el pasado con una dignidad romana nunca vista. Ese es el espacio de Pedro Tafur. Su viaje no descubrió ningún territorio. No se enfrentó a peligros naturales ni entabló contacto con tribus desconocidas. Su marco geográfico fue Europa, el continente leído a cada kilómetro, pero testimonió el paso de las formas medievales a la nueva cultura que se estaba imponiendo: el Renacimiento.

Por eso podemos decir que Tafur fue el viajero de las ciudades. En su primera etapa, salió de Sanlúcar de Barrameda hacia Italia. Sus destinos son todavía las principales escalas de cualquier viajero que quisiese conocer en profundidad la belleza italiana. Llega a Pisa y vislumbra el Campanile, el Duomo y el Baptisterio, obras que demuestran que la Edad Media no fue un período uniforme. De allí recorre la Toscana. Entra en Florencia, la ciudad gobernada por los Medici, la vanguardia del arte. Camina por sus calles y aspira la modernidad de sus monumentos, cómo el nuevo lenguaje del Renacimiento iba adquiriendo la tonalidad de la terracota en los tejados, el equilibrio en las estatuas. Durante su estancia en la ciudad de Dante y Petrarca, observará cómo trabajan en la finalización de la cúpula de Santa María dei Fiori, el mayor templo religioso de la época. Ve la opulencia y la cultura saliendo de las bibliotecas. Anota y enriquece su mundo, sabiendo que nada será igual después de la aparición de Florencia.

Su viaje continúa por las Repúblicas Marítimas. De Génova a Venecia, donde fija su residencia, pasando por Bolonia y por la conflictiva Roma, que no hacía mucho que había cerrado su cisma. Desde la Laguna veneciana, se embarca hacia las rutas comerciales con Oriente. Visita Palestina como un peregrino más. Entra en los bazares de Egipto, se mezcla con sus gentes para entrar en las mezquitas a la hora del rezo. Recorre la Península Anatolia y mantiene el aliento ante Santa Sofía, tan resplandeciente de mosaicos como de velas. La vuelta a Italia la hace desde Venecia. La ciudad de los canales es la puerta también al norte de Europa. Hacia allí se dirige en otra etapa. Cambia Italia por el Imperio. Recorre las ciudades holandesas y descubre que no tienen que envidiar en opulencia a las Florencias del sur. Amsterdam, Rotterdam, Amberes y Gante traslucen un culto al comercio nunca visto antes y la delicadeza templada del retrato, tan veraz como aquel matrimonio italiano que posa para la eternidad poco después de su boda.

La última parte del viaje es la vuelta mediterránea. Costea la península con forma de bota y arriba a Cerdeña, donde escucha acentos familiares a los hablados en la Península Ibérica. El de Pedro Tafur fue un viaje que tomó el pulso histórico a Europa. Desde Polonia a Roma, de Amsterdam a Jerusalén, ese fragmento de mundo estaba evolucionando tan rápido que apenas cincuenta años después nada sería igual. Nacerían nuevos cultos, las guerras se extenderían por las fronteras de los países y el arte se elevará por encima de los preceptos conocidos hasta la fecha. Pedro Tafur fue testigo del nacimiento del mundo moderno. Su viaje habló el mismo lenguaje de Brunelleschi y Van Eyck, las brechas de los muros de Constantinopla y el comercio mediterráneo, ajeno a la circunstancia de que vivía sus últimos días de gloria.

Libros

Andanzas y viajes de Pedro Tafur.

Miguel Ángel Pérez Priego

Editorial Cátedra

El cara a cara con el otro: la visión de lo ajeno a fines de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna a través del viaje.

Pedro Martínez García

Editorial TPeter Lang