Probablemente a Sánchez Dragó le hubiese gustado haber nacido en otra época. No fue así, y le tocó venir al mundo en una España en guerra. Lejos quedaba la Amarna de Akenatón, en las orillas del Egipto faraónico, otro de los mundos posibles que no podría conocer más que a través de los libros y los viajes. Y no es poco. Pero la miseria de los días no impidió al hombre realizar precisamente el cometido de vivir las vidas apasionantes que la cronología le impidieron. Por eso hablamos de un viajero indomable, que siempre busca el más allá, el terrenal y el metafísico, que no se conforma con un último avión ni con una última página escrita.

Nacimiento del sol en el Ganges. Varanasi. Foto de J. M. Pérez-Muelas Alcázar

Bien podríamos considerar a Sánchez Dragó un Sinuhé moderno. El médico de la novela de Waltari lo ha perdido todo, tras la caída de Akenatón, y se ve forzado a salir a un largo exilio. Abandona Egipto pero se refugia en otras culturas tan misteriosas como legendarias: Creta, Babilonia y el país de los Hititas. Dragó también invocará en el exilio su primera manera de viajar a lo grande. Lo hará tras varias estancias en la cárcel y será con destino a Oriente, sobreviviendo a través de artículos que manda bajo pseudónimo y probando todos los paraísos artificiales que se ofrecían en los trópicos.

El viaje de Dragó a Oriente encaja dentro del contexto de descubrimiento del sudeste asiático por parte de Occidente. En plena Guerra del Vietnam, mientras los jóvenes europeos se subían a la ola hippies, el viajero que ronda los treinta está descubrimiento la filosofía oriental. El mayo del 68 le pilla en Nepal, recorriendo el laberinto de calles de Katmandú mientras confunde los cielos con las cordilleras del mundo. Noches de licores y psicotrópicos. Nunca ha escondido el viajero que el recorrido también exige cierto nivel de ensoñación. Las sustancias de los dioses que ayudan a conocer el otro lado del pensamiento.

Cuenta Dragó que conoció el mundo de los muertos. Lo hizo en Benarés, a finales de los años sesenta, una ciudad que compite por ser la más antigua de la historia. Nada se sabe de quién empezó a sumergirse en el Ganges como forma de renovar la vida, ni quién quemó las cenizas de su padre en el mismo río, pero la contemplación del ciclo vital se manifiesta en ese río indio de una forma cruelmente bella. El viajero se despertó al alba y salió en procesión hacia el Manikarna Ghat, escalinata que se sumerge en la ribera. Junto a ‘leprosos y princesas’ (dice él), esperó la salida del sol, un ritual tan antiguo como sincero. Dice que sintió algo similar a un viaje iniciático y que de aquella experiencia surgió el hombre que aún experimenta con los viajes y los fármacos.

Libros

Gárgoris y Habidis, Una historia mágica de España. Fernando Sánchez Dragó - Editorial Planeta

El camino del corazón. Fernando Sánchez Dragó - Editorial Planeta

La prueba del laberinto. Fernando Sánchez Dragó - Editorial Planeta

Sinuhé el egipcio. Mika Waltari - DeBolsillo


Las puertas abiertas al inframundo siempre han sido una obsesión para Dragó. Su obra está llena de referencias a esos lugares que sirven como puentes o puertas hacia la otra vida. En Gárgoris y Habidis, Una historia mágica de España, desarrolla la visión del Camino de Santiago como un gran viaje astral, donde el peregrino camina hacia un punto exacto de la tierra frecuentado miles de años antes por una fuerza telúrica. Es, sin duda, el mejor libro sobre la historia del misterio que se ha escrito en España en los últimos cincuenta años, mezclando la erudición y un estilo cargado de ironía e ilusión.

Porque los libros de Dragó son, en su mayoría, viajes. En El camino del corazón describe su descubrimiento de Oriente, a través de Turquía, Persia, Paquistán, India, Indonesia y Nepal. Ese es el territorio del viajero, el mismo que le hace visitar el continente asiático mientras Europa ardía en revoluciones de estudiantes pijos. Fueron años difíciles llenos de grandes oportunidades. Escribe Gárgoris y Habidis en Marruecos, en otro de sus exilios. Viaja también a Israel en busca de un hombre llamado Jesús de Nazaret. A cada viaje un libro, por supuesto, porque el viajero entiende que sin la escritura no habrá existido la experiencia. Se llamó La prueba del laberinto, y como cada obra, es una mezcla de enseñanza medieval, experiencias viajeras y autocomplacencia. Todo Dragó en el asador.

Figura necesaria en la España de las últimas décadas, a Dragó lo imaginamos siempre con una mochila de serpa entrando en los templos derruidos de Eleusis, vecina de Atenas, o en la catedral de Chartres persiguiendo la luz del Minotauro en el laberinto de las baldosas del suelo. Iconoclasta e incómodo, el niño que recorrió Madrid en los años cuarenta se imaginaba un día ser médico en la corte de Akenatón, en la recién creada ciudad de Amarna. Buscaba el Nilo en las páginas de los libros y descubrió con el paso del tiempo que no bastan todas las ciudades para encerrar a un viajero, pero que una sola ciudad puede encerrar todo un mundo. De Benarés a Jerusalén, de Chartres a Katmandú, de Bombay a Madrid, Dragó ha inspirado tantos viajes como páginas escritas.

La memoria de aquellos días parecen estar hechos con la mejor bruma de la literatura. Y basta que estén escritas. Como si importara su veracidad acaso.