Dice Pascual Fernández Espín que la Guerra Civil (y la posguerra) son para nosotros como el Salvaje Oeste para los americanos: "Una fuente casi inagotable de inspiración y aventuras". "Quizá por lo trágico –apunta–, por los cientos y miles de familias enfrentadas entre sí, por el hambre que vino después... En fin, que es quizá la etapa más rica en vivencias de nuestra historia", señala el prolífico escritor bullense, que, aunque se niega a reconocerlo, se ha convertido en todo un experto en la materia. "Más bien, estudioso –aclara–, pero esta es categoría suficiente como para poder afirmar que aquellos años son los más dramáticos que han vivido las gentes de este país y, también, los más desconocidos".

Por eso Fernández Espín –que cuenta ya con una amplia bibliografía a sus espaldas de la que "el 50 o 60%" de sus libros tienen su origen o germen en el 36– no renuncia a aquella época a la hora de enfrentar nuevos trabajos. Por eso, y porque la historia "tiende a repetirse, y hay secuencias de aquella España que son fotocopias del momento actual". Y es que el veterano autor del Noroeste afirma con rotundidad que todavía queda mucho por aprender de ese trágico episodio que fue la Guerra Civil y la represión de los años posteriores: "Si nos parásemos a pensar en que somos marionetas en manos de los políticos (sean de izquierdas o de derechas) no nos partiríamos la cara por defenderles. En la década de los 30 también ocurrió algo así, también libramos las disputas de otros. Porque entre ‘las dos Españas’ había (y hay) una tercera: la inocente, la emparedada, la que pagó y paga las consecuencias, la de la retaguardia...", explica.

A esa España dedica el bullense su último trabajo, Ninguna noche es infinita (Adarve, 2021), que cuenta la historia de Delfín, un chico que sufrió los horrores de aquella guerra fraticida -"y de la posterior posguerra", insiste- y cuyas andanzas tienen su germen en una anécdota que Fernández Espín escuchó hace ya casi cincuenta años. "Por aquel entonces yo trabajaba para una multinacional de telecomunicaciones en Madrid, y un día andábamos comiendo en un restaurante de Somosierra cuando una persona, en la mesa de al lado, me preguntó si yo era murciano. Yo llevaba ya tiempo dando vueltas por España y pensaba que había perdido el acento, pero resulta que no...", recuerda entre risas el autor, que asegura que en ese momento se le "esponjó" el corazón. "Aquel hombre –prosigue– me contó que, en tiempos de guerra, la hermana de una cuñada suya estuvo exiliada en Murcia, y que, después, pasó una temporada en Bullas, mira por donde, mi lugar de nacimiento". Ese detalle le hizo a afinar el oído e interesarse por la historia, pero la anécdota no pasó de ahí; no, hasta hace unos pocos años.

"Estaba yo en el Archivo General investigando para otro libro –Testimonio de una tragedia (2007), con el que Fernández Espín traspasó las fronteras– cuando di con una relación de los exiliados o refugiados que estuvieron en Murcia. Con buen criterio, el Gobierno republicano trasladó a la sociedad más débil al arco mediterráneo, y aquí llegaron unos 10.000 a primeros del 37. El caso es que, no sé muy bien por qué, aquello me animó a tirar del hilo y, un tiempo después, localicé en los archivos de Bullas a 423 personas que terminaron llegando a mi pueblo; entra ellas, una familia que coincidía con la de esa anécdota que escuché cuarenta y tanto años atrás". El escritor habla de una mujer llamada Andrea que, junto a una niña y un niño, se subió a uno de los cinco autobuses que partieron rumbo a la Región desde Colmenar Viejo; una pista que siguió para intentar reconstruir una historia inconclusa que le había atrapado. "Pero les perdí...", lamenta. Nada, no obstante, que no puede solucionar una activa imaginación como la suya.

"Con aquellos datos y la inspiración que me había suscitado este descubrimiento pude continuar la historia", señala Fernández Espín, quien para dar forma a una novela en pañales buscó otro hilo del que tirar. "Daba la casualidad de que, en aquellos años, en el Real Monasterio de Santa María de El Paular, en la sierra madrileña, vivía un marqués que, cuando explotó la guerra, fue asesinado junto a su familia. Sin embargo, uno de los niños logró escapar, y yo le convertí en el eje de Ninguna noche es infinita", explica. "Este suceso –prosigue el bullense– le provocó tal shock al chico que le borró la memoria, y durante algunos días corrió horrorizado por el monte hasta que un pastor se lo encontró medio ido, sin siquiera saber quién era. Y ese hombre, que lo acogió en el seno de su familia como un hijo adoptivo, no era sino el marido de aquella mujer que, poco después, cogería un autobús con dirección a Murcia y en compañía de su hija y el propio Delfín".

Esta historia le sirve a Fernández Espín para enfrentar dos realidades muy distintas: la del hijo de unos marqueses y la de una familia humilde que tuvo que tragar con lo peor de la contienda: del padre nunca más supieron y la madre fue presa "de uno de los muchos criminales que se vestían con la capa de los republicanos o de los nacionales para delinquir". Así, huérfano por segunda vez, Delfín emprende un viaje que le lleva junto a otros exiliados a Toulouse y, después, de vuelta a España (a la España de Franco). "Ese chaval regresaba con dos estigmas: por un lado, seguía sin saber quién era, de dónde procedía, y, por otro, se sentía y era tratado como un hijo de la derrota (como tantos otros)", señala el escritor, que utiliza a su protagonista para profundizar en las condiciones y el dramático horizonte al que se enfrentaron aquellos a los que la suerte y los gobernantes dieron la espalda. Centro de reclusión de menores, calamidades, delincuencia juvenil, pequeños golpes, atracos... y un accidente que le cambia la vida. "Llega un momento en el que el joven se da cuenta de que, tras haber pasado mucho tiempo sumido en una larga noche, hay luz al final del túnel; de que ‘ninguna noche es infinita’", apunta Fernández Espín.

‘El grito de las caracolas’, su próxima novela, ambientada en la huerta

Pascual Fernández Espín es un escritor inquieto, y aunque prácticamente acabe de iniciar la etapa de promoción de Ninguna noche es infinita (2019), no solo trabaja ya en una nueva novela, sino que su próximo titula ya está terminado. "Acabo de enviárselo a un buen amigo, crítico literario, para que le eche un vistazo, pero la historia está cerrada", confiesa. Se llamará El grito de las caracolas y estará ambientada en la huerta murciana de los años cincuenta. "Hasta que hicieron el Reguerón y los pantanos del Noroeste, Lorca y demás, Murcia era asolada casi todos los años por una o dos riadas, de ahí que en el campo ingeniaran un método para avisar a los vecinos (porque de aquellas no había demasiados teléfonos, claro): hablo de las caracolas marinas, ¡que retumbaban en la noche una cosa mala!", explica el autor. La cuestión es que aquella costumbre (que todavía perdura) está empañada irremediablemente por la tragedia. "En la huerta se vivía con lo justo, y las casas eran de barro seco y caña; de hecho, eran más bien barracas que, cuando llegaba una riada como estas, acaban en Guardamar. De ahí que, normalmente, cuando escuchaban ‘el grito de las caracolas’, las gentes que habitaban este tipo de viviendas buscaban un lugar mejor para guarecerse. Pues bien, esta historia es la de un hombre del Llano de Brujas que, en una de estas, ve morir a muchos de sus seres queridos porque su vecino no les dejó entrar a su hogar, y del encono entre estas dos familias», señala Fernández Espín, que aunque reconoce que es ficción, garantiza que el escenario es "totalmente real".