Tengo que admitir mi personal fascinación por El maquinista (2004). Una película entre la pesadilla y el thriller de terror que fue el segundo largometraje de Brad Anderson tras la muy notable Session 9 (2001). El maquinista se desarrolla en el extrarradio de Nueva York –aunque la película estuviera filmada en Barcelona–, tal vez por esto ya desde el principio uno parece no encontrar nada reconocible, nada a lo que agarrarse. No vemos la estatua de la libertad, ni el puente de Brooklyn, ni el Empire State y, sin embargo, siempre estaremos rodeados de entornos anónimos y granulados con una fotografía –cortesía del español Xavi Giménez– que casi flirtea con el blanco y negro.

La cinta de Brad Anderson nos cuenta la historia de Trevor Reznik, un empleado de una fábrica que desde años sufre un profundo insomnio que le ha provocado un acusado raquitismo. Reznik es casi un esqueleto andante que se mueve sin rumbo fijo agarrándose a las pocas cosas que le dan un poco de sentido a todo lo que le rodea. Él y el mundo que lo rodea parece una pesadilla hecha realidad.

Es bien sabido que Christian Bale, quien interpreta a Reznik en el filme de Anderson, perdió 25 kilos para meterse en la piel de este personaje, que por momentos parece que está involucionando, por supuesto en lo psicológico, pero también en lo físico. Si este año el Sombra Festival ha elegido como leit motiv el concepto de metamorfosis, puede que no haya una aplicación más aséptica y al mismo tiempo tan dolorosa como la que sufre Reznik en El maquinista. Un peliculón.