Mi abuela Bibiana, persona cordial y afable, se alegraba un día hasta casi las lágrimas por lo que su hijo Manolo le contaba en su casa de Cehegín. Y en un momento de ternura exclamó: «¡Lástima que tu padre no esté aquí para verlo!». Su hija Huertas, que la cuidaba y estaba atenta a cada cosa que saliera de su boca, le apostilló con esa retranca lorquina que no perdió nunca: «¡Leñe, mamá, pues tendría 120 años!». Alejandro Muñoz –así se llamaba– había muerto hacía más de cincuenta años, pero en la cabeza de aquella entrañable mujer seguía existiendo su recuerdo vivo y las ganas de hacerle partícipe de cuanto bueno ocurría con sus hijos.

Del recuerdo de lo que se haya hecho en vida depende la suerte que ha de correr la memoria de cada cual. Al morir Manuel Muñoz Barberán en 2007, su familia no sólo recibió el afecto de cuantos le trataron y quisieron, sino que algunas instituciones quisieron honrarle mostrando aquello que mejor supo hacer: pintar y escribir. Retrospectivas de su obra en Yecla, Murcia y Lorca y la publicación de algunos de sus textos que habían quedado inéditos, fueron suficiente consuelo para una despedida larga que duró algunos años.

Pues este año –y en concreto hoy, 26 de mayo– se cuentan ya cien del nacimiento de mi padre; una fecha significativa para su extensa familia que ha resultado ser también propicia para que su ciudad de nacimiento lo quiera recordar de modo señalado. Fue, sin duda, uno de los mejores pintores que ha dado Lorca, al que por méritos propios se nombró Hijo Ilustre, concediéndosele además la Medalla de Oro de la Ciudad. Atesoró Muñoz Barberán muchos más reconocimientos que no es del caso repasar, pero de entre todos obtuvo el que más falta le hacía: el favor de las personas que compraron y apreciaron su pintura. Eso le permitió vivir de la manera que había elegido, manteniendo unas convicciones estéticas conectadas con el pasado pero actualizadas y adaptadas a su entero gusto. Y parece que no anduvo descaminado ni en los temas que abarcó ni en la manera en que están resueltos, con una técnica adquirida a fuerza de insistir en el estilo personal e inconfundible que define su obra.

La popularidad de Muñoz Barberán, además de en su pintura, se asentaba también en su excepcional trato personal –muchos aún lo recuerdan– y en no haber reusado poner sus pinceles al servicio de quien los demandaba. Si hubo de pintar para curas y monjas, lo hizo. Si se trató de ilustrar libros y periódicos, sus plumillas, acuarelas y carboncillos no descansaron hasta concluir el trabajo. Si le eran requeridas decoraciones de mayor empeño, también las resolvió del modo que mejor pudo. No hubo encargo que no cumplimentase y en su estudio, en la intimidad, eligió pintar todo aquello que se adaptaba a lo que sentía profundamente, a cuanto amaba, entendía o añoraba. No desoyó a los amigos que le aconsejaban hacer más moderna su pintura, pero no tuvo en cuenta a aquellos que se afanaron en señalar lo repetitivo y superfluo de su arte. Ni atendió a lo que decían ni a las razones esgrimidas para hacerlo.

Aprendió mi padre, de modo libre, de todo lo bueno que tuvo a mano. Su dedicación plena a la pintura le obligaba a formarse un juicio sobre cuanto veía; y su devoción por la cultura lo llevó insospechadamente a aquello que no tuvo obligación de hacer, pero que hizo por saciar la tremenda curiosidad que le suscitaban algunos temas. Se acercó a los archivos para ver qué podía averiguar sobre la vida y la obra de Ginés Pérez de Hita y acabó por componer su biografía documentada, la del licenciado Francisco Cascales y por proporcionar multitud de datos a través de artículos periodísticos sobre arte, artistas, libreros, personajes curiosos o edificios significativos, entre otras muchas cosas. Esa faceta suya, unida a sus escritos más literarios, terminó por configurar su imagen como la de un intérprete acreditado de la cultura murciana. Dudaba haber alcanzado la perfección en algo, aunque yo creo que no le hizo falta porque fue capaz de lograr lo que se propuso: ser él mismo, ser Muñoz Barberán. Y en ese empeño tan personal, el error humano juega también su papel.

La ciudad de Lorca, que quiso hace años recordar al artista desaparecido, en este año del centenario de su nacimiento mostrará de nuevo cómo pintaba y escribía. ¿Por qué lo hace? Porque Lorca, a la que estoy seguro de que mi padre atribuía cualidades enteramente humanas, guarda, como mi abuela, recuerdo vivo de cuantos la han amado y, a su modo, han trabajado por ella. Recibir el reconocimiento de sus paisanos a pesar del tiempo transcurrido no puede indicar otra cosa que algo bueno hubo de hacer para que su recuerdo perdure y para que toda su familia, amigos y hasta conocidos lamentemos que no esté aquí para verlo, aunque fuera con la ancianidad propia de los 100 años cumplidos.