En el tránsito del siglo XIX al XX la situación de la mujer en la sociedad estaba limitada a su papel de hija obediente, buena esposa y finalmente entregada madre, su educación y sus conocimientos iban siempre enfocados a tal fin, salirse de esos límites no era bueno y en muchos casos las osadas que lo intentaron tuvieron que pagar las consecuencias; el mundo era de ellos, de sus padres, hermanos y esposos, una estructura social perfectamente definida cuyos protagonistas principales no iban a permitir que nadie olvidara su papel.

Muchos han dicho que este periodo fue la ´Edad de Plata' de las mujeres por una supuesta gran apertura y libertad, hasta ese momento un número muy bajo de ellas sabía leer, pero en realidad no fue sino otro espejismo más en la vida de todas aquellas ignorantes, se les dio acceso a la educación pero nunca con la intención de enseñarles a pensar o a brillar en cualquier tipo de disciplina, su moral nunca debía ser trastocada por la varita del conocimiento, aquella formación servía tan sólo a un fin: desempeñar su trabajo doméstico-familiar lo mejor posible.

Una práctica habitual era despertar su parte más sensible y el arte siempre fue el mejor vehículo para ello. Las señoritas de las mejores familias recibían clases de dibujo y pintura como parte de su correcta educación, como fue el caso de la granadina Aurelia Navarro, hija de un respetado médico, a quien su familia procuró todo tipo de conocimientos artísticos.

Podríamos decir que la historia de su vida es como una de esas películas que se cuentan al revés y nunca podrías esperar un final así. Mientras que tantas y tantas pintoras de aquella época sufrieron la censura de la sociedad sin conseguir más allá de complacientes críticas que se recreaban en las bondades de la susodicha olvidando valorar lo profesional de su trabajo -eran frecuentes comentarios como «arte delicado», «de hermosa figura», «gracia natural», «belleza incomparable»-, Aurelia Navarro se convirtió en una de las artistas más valoradas de su generación.

Gracias a la posición social de su familia recibe sus primeras clases de la mano del artista José Larrocha, quien le contagió su interés por los ambientes rurales y los paisajes de la Alhambra, temas que siempre acompañarían a la joven pero será su siguiente maestro, Tomás Muñoz Lucena, quien determine realmente los pasos de su pintura al trasmitirle las últimas tendencias aprendidas en París de la mano de los impresionistas. Seguramente alentado por éste, y con apenas veinte años, Aurelia Navarro decide dedicarse profesionalmente a la pintura, algo insólito para una señorita de buena posición como ella, no era ésta una profesión propia de su sexo, ese no era su destino, pero a pesar de todo estaba muy decidida a conseguirlo.

Tras recibir una beca de la Diputación de Granada marcha a Madrid con la intención de presentar su trabajo en las diferentes exposiciones de bellas artes nacionales y provinciales, eventos de gran importancia para cualquier artista que les permitía visibilizar su obra y obtener un cierto reconocimiento social. Contra todo pronóstico podemos decir que la joven pintora llegó y triunfó, obteniendo varias menciones de honor y diferentes medallas, y algo aún más inaudito como fue el respeto de sus compañeros.

Una de aquellas exposiciones, la de 1908, cambiaría drásticamente el curso de su vida al presentar la obra Desnudo de mujer, un homenaje al mítico cuadro La Venus del espejo del gran maestro Velázquez; en ambas obras el cuerpo de una misteriosa joven en primer plano aparece de espaldas y desnudo frente a un espejo donde el rostro de la protagonista queda insinuado a los ojos curiosos del espectador. El escándalo estaba servido, pocas veces una mujer se había atrevido a pintar un desnudo, hay que tener en cuenta que ellas lo tenían prohibido, no era moralmente correcto que una señorita contemplara el cuerpo humano en todo su esplendor, por eso disciplinas como el estudio de la anatomía del natural eran cuestiones vetadas al ojo femenino, de ahí la gran polémica, pues si ella no tenía nociones de anatomía cómo podría haber pintado entonces un desnudo? Todos concluyeron que en realidad se trataba de un autorretrato y aquella escena provocativa no era sino una representación de las carnes de la propia artista.

A pesar de su atrevimiento, la calidad del cuadro era innegable, todos alabaron la gran destreza de su pincel y fue reconocido como una obra brillante que la encumbró a las más altas cotas del éxito, el gran Julio Romero de Torres admiró su maestría y hasta la misma Infanta Doña Isabel quedó tan impresionada que quiso conocer y felicitar personalmente a la artista, pero debido a lo inmoral de la situación el Estado se negó a comprar la obra, como venía siendo habitual, que finalmente sería adquirida por el consistorio granadino por dos mil pesetas.

Aunque aquel desnudo la posicionó como una de las pintoras más aclamadas de su época también fue el principio de su fin, de un camino que injustamente la llevaría al más absoluto olvido. Tal fue su prestigio que la prensa no sólo se hacía eco de su trabajo sino también de su vida personal y de todos aquellos pretendientes que como setas crecieron bajo sus pies, un acoso que contrarió de tal modo a la familia que su padre la obligó a regresar a Granada temeroso de que aquella situación malograra finalmente la moral de su hija.

Poco a poco su presencia se difuminó en el tiempo hasta que en 1923 ingresa como monja en la orden religiosa de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento de Córdoba, hecho que no está del todo claro, seguramente más motivado por las presiones de su progenitor que por una propia elección personal. Su espíritu languideció, e igualmente sucedió con sus pinturas que pasaron de aquel provocador desnudo a unas cuantas escenas religiosas para finalmente llegar a la nada.

Víctima de su propia fama su arte se apagó entre el suave sonido de los rezos de aquellos muros, hoy tan olvidados como lo es su propio nombre, Aurelia Navarro.