Los viajes de verano tienen un origen desconocido. En ocasiones comienzan con las líneas de un libro. Leemos un pasaje de una novela y a renglón seguido, unos meses después, estamos aterrizando en ese paraíso literario. Otras veces tomamos un martini con un dominical sobre nuestras rodillas y es la fotografía de un acantilado la que nos conquista y la que nos hace aventurarnos por esos paisajes insólitos. Las posibilidades son inabarcables. La conversación más inocente puede esconder el destino de nuestras próximas vacaciones.

Muy diferente era el caso de la princesa Anna en Vacaciones en Roma. Audrey Hepburn, para todos nosotros. Ella no consumía sus inviernos rastreando guías turísticas y soñando con rincones idílicos. No lo necesitaba. Los tenía todos al alcance de su mano. Su vida se había convertido en un viaje perpetuo. Siempre de un país a otro atendiendo compromisos oficiales y habitando sus fantasmagóricas embajadas. Sin embargo, había en su mirada un tono amargo. Se sentía abandonada en una prisión de barrotes majestuosos con todo un ejército de polizontes a su servicio. Cada noche el sonido de las calles se filtraba a través de su balcón y un mundo de personas anónimas, tal vez felices, inundaba su dormitorio con ilusiones imposibles.

Este drama de alta cuna se rompe en el momento en el que Audrey Hepburn se escapa de las fronteras de palacio y se entrega a los placeres de Roma. Allí conoce a un corresponsal americano surgido de los bajos fondos, Gregory Peck, que después de tantos años alimentando su periódico de crónicas insustanciales da con la gran exclusiva de su carrera: propiciar y contar las travesuras de la princesa por la capital italiana. De esta manera comienza uno de los cuentos más celebrados de la época clásica de Hollywood. Si quieren, una versión cinematográfica de La Cenicienta con toque de queda a media noche incluido.

Casi setenta años después de su estreno sigue conquistando el corazón de los aficionados al cine. Es imposible conducir una vespa y no pensar en la melena corta de Audrey Hepburn con una pareja de carabineros pisándole los talones. Pero más allá de su colección de secuencias inolvidables, Vacaciones en Roma es un billete con destino directo a un universo mitológico. A medida que avanza el metraje son las calles adoquinadas, el café de las terrazas, el murmullo de sus plazas y ese bosque arquitectónico el que va imponiéndose. Las locuras y los enamoramientos de esta extraña pareja se quedan en un segundo plano y es la ciudad romana la que toma todo el protagonismo.

La Roma retratada en la película está muy cerca de la metrópolis que yo conocí de la mano de mi hermano. Si ustedes leen sus artículos publicados en este periódico sabrán que se trata de un viajero infatigable. También es la persona que mejor me ha contado los entresijos de la historia. Aquel verano, en la oscuridad de los foros frente el Arco de Séptimo Severo, comprendí que nunca encontraríamos a Audrey Hepburn, que ese ángel de sonrisa de diamante solamente existe en ciertas ilusiones de los grandes estudios ya desaparecidos.

En nuestra epopeya estival tuvimos que conformarnos con ciertos lugares de dudosa calificación más propios del personaje de Gregory Peck. Pero por mucho que siguiéramos sus pasos, nunca llegamos a la recepción en la embajada con la princesa y el resto de periodistas acreditados. El mundo apasionante de la corresponsalía será para nosotros una cuenta pendiente de por vida. Me he imaginado muchas veces formando parte de ese séquito de cronistas (todos ellos corresponsales reales en Roma en el momento de la filmación) y no se me ocurre una mejor manera de haberme enfrentado a esos años 50 de blanco y negro.

Lo que sí experimentamos fue el último plano de la película. Gregory Peck avanza por un pasillo inacabable después del adiós definitivo a Audrey Hepburn. En su rostro lleva el peso de un amor perdido y el final de unas vacaciones inolvidables. La realidad no admite excepciones. De esta manera terminan los grandes viajes, con ese mismo desaliento, despertando, con suerte, de un cuento de príncipes y princesas irrepetible.