Me habría quedado escuchándola hasta el amanecer. Sarah McKenzie tiene la personalidad, la musicalidad, las canciones y la banda para triunfar. Todos los semáforos de su carrera están en verde.

La cantante, pianista y compositora australiana se ha impregnado de la tradición del contagioso 'hard swing' de Oscar Peterson y Ray Brown. Tiene una voz fuerte y con carácter, sabe dirigir a una banda? No le falta de nada. Escucharle era un disfrute completo. La sutileza y variedad de su toque, las texturas, resplandores, silencios? hipnotizaban no solo al público, sino a su propia banda -el habilidoso guitarrista Jo Caleb, y una formidable sección rítmica; Pierre Bosusaguet al contrabajo y Marco Valery a la percusión, sobrios y dispuestos a cualquier remate-.

McKenzie compone sus propias canciones, retoma clásicos del repertorio jazz y de Brodway sabiamente seleccionados y adaptados a su timbre dulce y puro. Su voz de contralto es precisa y aérea en los registros agudos. En su disco We Could Be Lovers se reencuentra con Cole Porter, George Gershwin e incluso Duke Ellington, y se concede un paréntesis de bossa nova con Quoi, Quoi, Quoi, donde se sumerge con energía en el Agua de Marzo de Jobim y rememora a Astrud Gilberto.

Las composiciones muestran una profunda y feliz absorción natural de la tradición: su amor por Peterson puede escucharse en That's It, I Quit, que encaja en el sonido swing de la vieja escuela. Será fascinante ver qué dirección toma.

El delicioso espectáculo se centró en temas con sabor a clásicos -muchos de ellos lo son- y con tintes cinematográficos (recordó su película favorita con Moon River, interpretada a dúo con el guitarrista) que te elevan a través de la melodía exquisita, envolvente, de una artista joven que canta como los ángeles.

Afianzando bien los dedos sobre el piano, es una intérprete pura de sus composiciones, pero también una cantante capaz de adueñarse con desarmante naturalidad y frescura de estándares muy conocidos: su I Won't Dance tiene arreglos al estilo de Poinciana de Ahmad Jamal, y su canto sereno y sin pretensiones, casi sin vibrato, está a la altura de Jerome Kern / Oscar Hammerstein.

Su ingenioso estilo compositor es evidente en We Could Be Lovers, que suena como resucitada de los sesenta, y su toque de piano, sin buscar protagonismo, evoca a veces -en su manera de frasear el blues- el estilo de Oscar Peterson (I Got the Blues). Poco a poco nos fue embaucando, y ya al final con el estándar de Cole Porter (At long last love) y el ritmo cool del contrabajo en The Lovers Tune, nos arrastró al abismo y caímos rendidos a sus encantos.

En el único bis, Embreceable You, de Gershwin, un estándar del jazz que grabaron Sinatra, Chet Baker, Ella Fitzgerald o Nat King Cole, la fórmula funcionó de nuevo: la australiana, dulce y decidida, asida al micrófono; el guitarrista Jo Caleb construyendo un fondo líquido y ondulante.

Como un ángel hermoso sentado al piano, llegó dispuesta a enamorar con sus dardos de jazz clásico, melódico, con mucho swing, y aunque la comparan con otra cantante y pianista, Diana Krall, la voz de Sarah está en el lado más luminoso, abierto y amigable. Y en expansión. Un sueño americano bajo el auspicio de Cole Porter.

Los ángeles bajaron de cielo posándose en el escenario del auditorio atraídos por los cantos de McKenzie y acudiendo a la llamada del London Community Gospel Choir, uno de los coros de gospel más reconocidos de Reino Unido, que ha acompañado a artistas como George Michael, Elton John, Blur o Paul McCartney, entre otros. Un coro gospel donde puede encontrarse sonido funky, gospel, swing-beat, R'n'B, reggae y soul tradicional, ¡la música que alimenta el alma!

Cuando asistes a un concierto y te encuentras ante unos músicos que lo dan todo en el escenario, la experiencia es un verdadero placer. Y eso fue lo que nos provocó el London Community Gospel Choir. Siete mujeres y un hombre, todos ellos con unas voces fantásticas -todos o casi todos hicieron de solista en un momento u otro-; como coro mostraron una precisión, una afinación, una conjunción perfectas, con coreografías en muchos de sus números; incluso con momentos de humor y también de emociones a flor de piel; un conjunto de una calidad extraordinaria, sin alardes, sin querer ofrecer nada más que su música, una música que por sí misma llega a los espectadores llena de significado y valor. El público, que prácticamente llenó el Auditorio, estaba entusiasmado desde un primer momento, y con razón: el One Love de Marley llenó de buenas vibraciones el recinto.

Se presentaron formando una fila; a la izquierda la banda: cinco músicos dirigidos por Bazil Meade, que además canta, da la réplica, toca el piano, ejerce de mc y anima al público. El primer tema, Praise the Lord, ya nos guió hacia lo que íbamos a oír a continuación, donde no faltaría el inefable Oh Happy Day. Asistimos a una de esas noches que los amantes del góspel no olvidarán, y los que no lo son tanto, recordarán como un concierto impecable.

Sus gargantas privilegiadas claman frente al sufrimiento, por la redención y el eterno ciclo que supone la búsqueda de la felicidad, con una capacidad de comunicación poco común. Los movimientos de manos que acompañan las canciones expresan claramente el significado. Una vez tras otra el público, exaltado, se alzó de sus asientos, coreó estribillos y picó palmas. Apoteósico.

El nombre del coro es apropiado: Es un evento 'en comunidad' donde se espera que el público participe, y no sólo con las palmas. Meade lo logró en Amen, invitando al público a bajar al foso, metiéndose entre ellos como es una escena de predicadores sacada de alguna película. Allí se bailó y se cantó. Tampoco es que ellos quieran convertir a nadie, pero su show es más emocionante que el de muchos grupos de rock, y dan una demostración del poder de la voz humana. Annette Bowen es una central energética que merece una mención especial por hacer temblar el auditorio con Faith.

Hubo un pequeño set de tributo a The Beatles; Let it Be fue reelaborada como un auténtico espiritual, aunque no tuvieron la misma fortuna con las otras dos: With a Little Help From my Friends y We Can Work it Out, que provocaron un ligero bajonazo.

Sin embargo, hubo algún momento cansino con lo de la 'participación del público', y era un alivio cuando el coro retomaba las riendas. Y por otra parte, el coro podría apañárselas sin alguna de las solistas; afortunadamente, hay muchos números cantados por el grupo al completo.

Fue como participar en una gran misa de la alegría compartida, sin mensajes apocalípticos. ¿Qué tiene de especial este género musical con casi un siglo de antigüedad? Es difícil saberlo, pero no hay duda: el gospel te toca el alma.