«Los hijos resplandecen, los padres jamás lo hacen». Son palabras de José Ángel Hidalgo; laten en su libro Los hijos resplandecientes (Verbum, 2016), una colección de poemas construidos «con palabras duras, con un sentido trágico a veces extravagante» con las que trata de decir, de gritar, la verdad: «Una verdad poética, y por ello incontestable». El escritor, que toma por primera vez los hábitos del poeta, ha parido -porque viene directamente desde sus entrañas- un libro en el que el preso y el carcelero son una misma persona, la humanidad toda y nadie a la vez. Gotas de sudor, o tal vez de sangre, salpican todas sus páginas.

¿Quiénes son los hijos resplandecientes?

Es una pregunta recurrente pero oportuna. Dicho con brutalidad: los hijos resplandecen, los padres jamás lo hacen. Resplandece el que abriendo los ojos descubre el mundo y enseguida lo quiere cambiar, el que se resiste a madurar y sufre por ello; sin embargo, no hay destello alguno en el ojo del progenitor, del custodio que oprime, del verdugo. Resplandece de dolor la piel del hijo que duda de la enseñanza, del cautivo que se quiere liberar, y sin embargo es opaca la mirada del que le guarda, le sujeta y le vigila.

Inmadurez. Hidalgo, que pasó una época arañándole horas a los días en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Murcia, cree que todo ser humano vive un momento de resplandor, que «quizá tenga que ver con la inmadurez, entendida como algo positivo»: «Cuando al madurar comenzamos a generar dolor en los demás, cuando oprimimos a otros hombres al ocupar nuestro lugar, desparece ese brillo en nuestra mirada, porque lo ocultamos. Es de mal gusto, impropio, inadecuado, brillar siendo mayores».

Y así, entre luces y sombras, va escribiendo palabras que conforman versos que, a su vez, se unen para hacer poemas en los que se descubre como un hombre temeroso: «Siento el pánico de los árboles a la llama súbita/ de las acacias me cerca su miedo a la sed», deja escrito el poeta, que quiere ser hombre inmaduro, resplandeciente y a veces juega a ser opuesto y se convierte en carcelero.

¿Es usted preso o carcelero?

Todos los somos, una cosa y la contraria. La épica de mi libro quizás cuente una historia de opresión. Pero en ella la palabra celda, o carcelero, no deja de tener un sentido metafórico, más o menos feliz. ¿Quién no se ha sentido cautivo, encerrado, oprimido por unas circunstancias sentidas como un collar de hierro que aprieta, asfixiante? ¿Y quién a su vez no ha ocasionado un gran daño o mal, no ha apretado ese collar hasta casi estrangular a otro que se ha sentido, en efecto, afectado terriblemente por nuestras decisiones? Esas dos perspectivas nos pertenecen a todos; ambos sentimientos nos conforman como seres paradójicos.

Sufrimiento. De este modo, entre el preso que ama y odia su celda, que se siente completo en ella, y el carcelero opresor, José Ángel Hidalgo comprende su mundo. Porque las cárceles no son, para este novelista, poeta y periodista, un lugar oscuro y propio del sufrimiento. Casi son capillas, lugares sagrados, espacios de luz.

Si su celda quedara abierta una noche...

Este poema, el de las celdas, gustó mucho a Vicente Molina Foix, él me animó a publicarlo, y le estoy muy agradecido por ello. Creo que la celda representa aquí un recipiente hermético de felicidad incomprensible, de perfecta que es. Casi estamos ante un autista que decide aislar sus emociones voluntariamente. Es una paradoja, como decía antes, pues el sujeto poético se resiste a madurar, a salir al mundo, a ser objeto de sus requerimientos. No quiere que le saquen de su nicho de dolor. Es una decisión estremecedora.