Que el festival de Jazz de San Javier es todo menos un festival purista, no hay ni que mentarlo. El festival de Jazz de San Javier podría ser considerado, sencillamente, como un festival de buena música con cierta tendencia a la veteranía si no a la intemporalidad, mucho más allá de etiquetas. Puede ser de Jazz y puede no serlo: ha habido ediciones del festival donde lo más jazzístico estaba en la denominación del evento. En realidad, en San Javier vienen escuchándose todos los estilos de música que en los años setenta eran considerados jóvenes e innovadores y treinta años después se consideran más bien orientados a adultos (el genérico "adultos", aquí, tiene el mismo significado que el del juego del parchís: de 9 a 99 años, es una actitud serena ante la música, no una edad). Sin llegar a ser un festival de "oldies", un festival revivalista, por aquí han pasado grupos que llevan más carretera que un torero con cuadrilla, "haiga" y botijo de los de antes. Junto a gente que sí cuadra sin problemas dentro de la tan dispersa y mutante actitud "jazzy", por supuesto. En otras muchas ocasiones, el "jazz" pilla lejos, indetectable, si no en la otra punta de la Galaxia. El mismísimo Elvis Presley, quien decía no entender el "jazz" pese a su superdotado oído, no hubiese torcido el gesto sabiendo la programación que año tras año, con inveterado buen gusto, va desgranando este plenamente consolidado festival donde cabe casi todo. Como en esa extraña, aunque muy profesional, Creedence Clearwater Revival que se presentó hace algunos años en el festival haciendo viejo rock and roll "de raíces" sin el fallecido Tom Fogerty y sin la cabeza reconocible de la banda, su hermano John, demasiado ocupado en su carrera en solitario (aunque también se dejó caer por el mismo festival de San Javier, hace un par de años) como para atender a convocatorias espectrales. O el ya también inquilino del "barrio de los callados" Willy Deville, quien, aunque ha coqueteado con el "jazz" en sus discos menos esenciales, se le recordará siempre, también en San Javier (donde regaló un concierto impecable en 2007 en una condición física que no hubiesen empeorado algunos cadáveres congelados dos semanas) como un hombre que no se podía quitar de encima el carisma ni a manotazos, haciendo que cualquier género fuese indistinguible de su particular estilo y su ya legendaria amacarrada prestancia.

Lo mismo se podría decir en esta variopinta aunque siempre cualitativa edición 2011 de las venerables presencias esperadas para el día 12 de julio, Chicago, o el 22, Eric Burdon and the Animals. Chicago no es ya un grupo, sino una mitología estadounidense, las escrituras andantes del AM pop (aquellas emisoras dedicadas en los setenta y ochenta al rock especializado en esa inmensa población estadounidense de conductores de "rancheras" o autocaravanas con familia detrás, familias a las que también encantaba este rock adulto, que hemos dicho que no era cuestión de edad sino de actitud). ¿Jazz, Chicago? Sí, también han hecho mucho jazz, como cualquiera de los demás estilos quizás exceptuando el "death metal" escandinavo. Numerando sus discos por capítulos romanos (I, II, III, así hasta la actual infinitud), a Chicago, extraordinaria aparición la suya en Murcia, le podríamos aplicar lo del personaje de Jack Nicholson en "El resplandor": llevan tanto tiempo tocando, aparentemente en carne mortal, que recordamos que siempre han estado allí. En su caso, en la radio. En cuanto a Eric Burdon con sus primordiales Animals, a qué estilo de música lo vamos a constreñir, si lo ha cantado todo. Burdon fue uno de los cantantes más tormentosos y menos soleados de los sesenta, y posteriormente ha estado en todas las guerras y algunas más. Lleva más cicatrices del tiempo que un poste de teléfonos. Ha regrabado ya varias veces, para sacarles todos sus "royalties", sus viejos éxitos y otros que merecían haberlo sido, tan buenos que soportan incluso interpretaciones en bajísima forma y nunca terminan de decir todo lo que tienen que decir, como buenas obras maestras. Ya no es aquel muchacho oscuro, pero, cuando llegue a la edad, para la que no le falta tanto, un Burdon de cien años, y arrastrándose por los escenarios, todavía será una experiencia inquietante, como lo era hace casi cincuenta años.