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"Mi único consuelo es saber que mi hijo ha salvado la vida de siete personas"

Soledad Pérez, madre de un lorquino fallecido por un derrame cerebral severo, decidió donar todos los órganos del cuerpo de su hijo para que «otras madres no sufran» lo que ella ha vivido

Soledad Pérez y María de las Huertas, madre y hermana de Manuel Pérez.

Soledad Pérez y María de las Huertas, madre y hermana de Manuel Pérez. / Pilar Wals

No hay nada más desgarrador que la muerte de un hijo. Los hijos deben sobrevivir a los padres. Es la ley de la naturaleza, pero el destino es caprichoso y a veces nos pone a prueba con lances tan duros que parecen imposibles de superar. Para este horror, la pérdida de un hijo, no existe una palabra. La pérdida del cónyuge nos convierte en viudos. La de los padres, en huérfanos. Pero nadie ha sabido encontrar todavía un término para designar semejante crueldad. Sin embargo, a veces esa carga puede hacerse más llevadera con gestos tan generosos como el protagonizado por la lorquina Soledad Pérez Pérez. Hace unos días decía adiós a su hijo Manuel. Mientras la vida se le escapaba al joven, ella no dudó en poner a disposición todos los órganos de su hijo para «que otras madres no tengan que sufrir lo que yo estoy sufriendo». La última sonrisa de su hijo, la del adiós, la rememora una y otra vez cuando mira hacia lo más alto. «Siento que él está muy feliz por lo que hemos hecho. Es una sensación de consuelo que alivia un poco esa pesada carga de tristeza que llevaré hasta el final de mis días», relata.

«Recuerdo su última sonrisa, porque me sonrió, aunque todos digan que estaba ya en coma inducido y que era imposible. Cuando llegué al Hospital Virgen de la Arrixaca lo sacaban de la UCI y lo llevaban a hacerle un TAC. Antes de meterlo en el ascensor, les dije que me dejaran verlo, que era mi hijo. Lo miré y una sonrisa iluminó su cara. Fue como si su espíritu, antes de abandonar su cuerpo, se despidiera de mí. Fue su último adiós», rememora Soledad. Y guarda silencio. Durante unos instantes únicamente se oye el soniquete de los palillos de los bolillos. «Estoy haciendo una sabanita para el Niño Jesús». Aparta la almohadilla de trabajo, cubre la pieza con una sábana y echa la vista hacia el frente. La ladera del Castillo, la Peña Rubia y el Cejo de los Enamorados lucen un verde poco habitual. «La lluvia lo ha dejado todo precioso».

Y apremia para comenzar a hablar. «Nadie está preparado para perder un hijo. Y menos así, de repente, sin esperarlo. No estoy bien, pero tengo que tirar para adelante, porque tengo dos hijos más y, si yo caigo, ellos se vienen abajo», cuenta Soledad en la entrada de su casa, junto al Salto de Lorca. «Antes, los bolillos me hacían olvidarme de todo, pero ahora, es imposible. No hay forma de quitarme este dolor que me quema por dentro». Han pasado ya unos días desde que perdió a su hijo Manuel García Pérez. El joven de cuarenta y siete años murió de un derrame cerebral severo. «No se pudo hacer nada. Sabíamos desde el principio lo que iba a suceder, aunque yo lo sabía desde hacía mucho tiempo. Siempre supe que me iba a durar poco. Cada día le bendecía cuando se marchaba, porque sabía que en cualquier momento no volvería a verlo con vida».

Le dijeron que su hijo estaba en muerte clínica y le hablaron de la posibilidad de que donase sus órganos. «No le dejé ni seguir hablando. Le dije que sí. No lo dudé ni un segundo: Cojan todo lo que les valga, que ninguna madre pase por lo que yo estoy pasando», cuenta Soledad. A su lado, su hija María de las Huertas, corrobora sus palabras. «Tenía claro que se iba a hacer lo que dijera mi madre. No podíamos tomar esa decisión nosotros. Era ella, y solo ella, la que debía decidirlo, pero no quería verla sufrir con esa proposición. Es cierto, que en alguna ocasión él me dijo que si le pasaba algo no quería nada para él, pero nunca lo había hablado con mi madre», cuenta la hermana del joven.

Y recuerda las palabras que en aquel momento pronunció su madre. «Me emociono porque era un momento muy duro. Acababa de perder a su hijo y sin embargo sus pensamientos eran para otros: ‘No quiero que otra madre pase por lo que yo. Cojan todo lo que valga. No quiero ver a otra madre sufrir’. Me pareció entrañable. Cuando me plantearon el tema de la donación lo tenía claro desde un principio, pero nunca pude imaginar que sería tan fácil con mi madre. Me parece de una humanidad increíble», afirma María de las Huertas.

«Ha salvado muchas vidas», recalca la madre del joven. Aún desconocen cuántas. «En unos días nos mandarán el informe y nos detallarán los órganos que finalmente han servido para renovar la vida de otras personas, pero nos dijeron que podrían ser siete», explica la joven, quien añade que «se han donado dos riñones, un pulmón –porque tenía un poquito de neumonía como secuela de entubarlo-, los ojos, el corazón y el hígado». Y la madre del joven añade: «Mi único consuelo es saber que mi hijo ha salvado la vida de siete personas».

Sabe que es imposible, la confidencialidad no lo permite, pero asegura que le gustaría conocer a la persona que lleva los ojos de su hijo. «Eran preciosos. Me gustaría conocer a alguna de las personas que llevan un trocito de mi hijo».

Sin el último adiós

Lo más difícil de todo este trance, argumenta, ha sido no poder darle un último adiós. «Se me cayó el alma cuando me dijeron que no podía amortajarlo. Que no podía abrir la caja». Le despidió con aplausos. «Supongo que extrañó a todos, pero me salió del alma. Era mi forma de darle las gracias por ese último gesto».

Dos fotografías de su hijo, una por cada cara, le acompañan en su día a día. Están en un portarretrato blanco, como su caballo ‘Almonteño’ con el que salió en muchas ocasiones junto a los blancos en los Desfiles Bíblico Pasionales y en las Fiestas de Moros y Cristianos. Su afición por los caballos fue temprana. Con cinco años se escapaba para ir a una cuadra cercana. A cambio de limpiar los establos, le dejaban montar un rato en burro. Poco a poco esa afición se hizo su profesión. Domaba como nadie, cuentan muchos. Y contaba con un don especial para los niños. «Tenía mucha paciencia con ellos. Le encantaban. Soñaba con tener una familia, hijos… Ya no va a poder ser», lamenta entre lágrimas su hermana.

«Él sabía que se iba a marchar pronto. Alguna vez me lo dijo: ‘Abuela, te voy a dejar sola’. Y así me he quedado», apunta su madre. Era el que más unido estaba a ella de sus tres hijos. «A todos los hijos se quiere por igual, pero siempre estás más pendiente del que crees más débil, sensible... Teníamos una conexión especial». Y recuerda la última noche en su casa. «Fue extraña desde el comienzo. Se fue a dormir antes de lo normal. Me desperté sobresaltada ante tanto silencio y fui a su habitación. Respiraba raro y, de repente, se puso a roncar muy fuerte. No lo dudé y llamamos al 112», relata enjugándose las lágrimas.

No quiere perder la ocasión de animar a otros en sus mismas circunstancias a tomar la misma decisión. «Sé que es muy duro. ¡Que me lo digan a mí!, pero se pueden salvar muchas vidas. Antes me lo planteaba, pero ya no. Cuando lo recuerdo me sonrío pensando que él está por ahí, todavía, disfrutando de la vida», concluye Soledad Pérez.

"Cuando nos juntábamos los tres, la liábamos parda"

Los tres hermanos, José Miguel, Manuel y María de las Huertas, eran uña y carne junto a su cuñada, María del Carmen Sánchez, a la que siempre han considerado como una cuarta hermana. «Cuando nos juntábamos mi madre se echaba las manos a la cabeza, porque la liábamos parda», recuerda María de las Huertas. 

Los preparativos de la cena de Nochebuena siempre eran aprovechados por los hermanos para echarse unas risas. Todo podía suceder cuando se juntaban. «Esta no la pudimos celebrar por la pandemia, pero la anterior fue tremenda», ríe la joven. María de las Huertas se llevó un castillo de fuegos artificiales, Manuel se vistió de duende con largas trenzas… mientras su madre disfrutaba de sus hijos. 

Pero hay una anécdota que ninguno olvida y que sale a colación en cada reunión familiar. «Mis padres nos iban a dejar con mi abuela, pero una malinterpretación nos dejó en la puerta de mi casa en la calle a los tres solos. Empezó a hacer mucho frío y decidimos meternos en la caseta de nuestro perro Nano. Era grandísimo y a duras penas cogíamos en ella. El perro estaba encantado y no dejó de pegarnos lametazos mientras nos acurrucábamos a él. La aventura no duró mucho, porque pronto nuestros padres vinieron a rescatarnos», ríe la joven.

Manuel ha donado sus órganos, lo que se ha convertido en un ejemplo para sus hermanos que tienen claro que seguirán su lección. «Sí, lo hemos hablado y lo haremos. Lo sabe ya, quien lo tiene que saber», admite María de las Huertas.