Aún recuerdo la primera vez que oí hablar de él: era 1977 y yo tenía 15 años; me impresionó la noticia de que José Luis Espinosa Pardo, el que hasta hace sólo unos meses antes había ostentado el cargo de secretario general de la UGT en Murcia, había sido el organizador del atentado en Argel contra Cubillo, el líder independentista canario. Un atentado terrorista que tenía todos los indicios de ser auspiciado por los servicios secretos españoles. Desde ese momento, una pregunta me acompañó durante años: ¿Cómo un infiltrado de la policía franquista había logrado llegar a ser el máximo dirigente de una organización sindical en aquel tiempo casi revolucionaria? Espinosa se fue convirtiendo en una obsesión para mí. Durante mucho tiempo, indagué sobre su vida y leí cuando cayó en mis manos sobre el personaje. Y fui conociendo más datos sobre él: no sólo había llegado a ser secretario general de la UGT de Murcia, tras 20 años de exilio fuera de España regresó como uno de los miembros más activos del PSOE durante los últimos años de la dictadura y primeros de la Transición, hasta el punto de acudir como delegado al mítico Congreso de Surennes. Años más tarde, también se descubriría su activa participación en grupos revolucionarios armados como el FRAP, el GRAPO, el MPAIAC?, así como su estrecha relación con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, el régimen libio de Gadaffi y el yugoeslavo de Tito.

El largo historial de militancia en organizaciones izquierdistas de José Luis Espinosa contrastaba con su condición de hombre de máxima confianza del comisario Roberto Conesa, conocido represor de disidentes durante la larga posguerra y jefe máximo de la temida Brigada Político-Social. ¿Fue Espinosa un sincero revolucionario o un hábil infiltrado, un luchador por los ideales de justicia y libertad que marcaron toda su vida o un confidente sin escrúpulos de los represores?

El saber de su avanzada edad y de una agitada existencia vivida al límite me llevaron a pensar que José Luis Espinosa estaba muerto; pero un día, por una casualidad, me enteré de que estaba vivo y que vivía en Murcia, haciéndolo como uno de esos muchos ancianos que toma el sol sentado en un banco. Un hombre solitario que paseaba por las calles de la ciudad, llevando una vida austera que rozaba la pobreza.

Al final logré localizar al confidente y, durante un tiempo, traté de ganarme su confianza a pesar de sus iniciales reticencias. No fue fácil, pues tomaba sus precauciones: tras la desarticulación del GRAPO, asunto en el que jugó un papel fundamental, todos sus militantes debían llevar siempre una bala preparada para el primero que lograra dar con Espinosa o con Gustavo, como era su nombre de guerra. Me sorprendió que, a pesar de su avanzada edad y de su agitada vida en la que no habían faltado heridas de bala, dos condenas a muerte y casi diez años en prisión, Espinosa era un hombre vital.

Y poco a poco, en las mesas de los bares donde quedábamos para tomar un café o una cerveza, fue abriéndose y contándome episodios de su agitada vida, desde su nacimiento en una familia ilustrada y con recursos -su abuelo era notario y su padre, secretario de ayuntamiento-, que fue rota por la Guerra Civil. A lo largo de sus ochenta y tantos años, los episodios se suceden: las penurias y la represión sufridas durante la posguerra y la huida de España hacia Argelia, donde su padre vive exiliado; la vida en Argel, sus simpatías con la causa independentista, que le llevan a involucrarse en la guerra; el adiestramiento en la Yugoslavia de Tito y las excelentes relaciones con organizaciones revolucionarias financiadas por el gobierno argelino; las primeras colaboraciones con la policía que le facilitan su regreso a España; la militancia activa en múltiples y variadas asociaciones como FRAP, UGT, PSOE, CNT, GRAPO, MPAIAC? en las que actúa como doble agente; y por último, el fallido atentado contra Cubillo, que desvela su condición de confidente policial y le obliga a pasar a una cómoda clandestinidad, rota con su entrega a las autoridades y su entrada en prisión. Sintiéndose engañado y traicionado por el Estado, y tras cumplir siete años de prisión, vivía de una forma austera en Murcia, en una aparente tranquilidad solo agitada por los fantasmas del pasado y sus convulsos recuerdos.

Un día, le hablé al cineasta Alfonso Palazón de mi relación con José Luís Espinosa Pardo y me propuso realizar una película documental donde se recogiera su azarosa vida llena de viajes, de sobresaltos y de contradicciones. Ante nuestro asombro, el viejo espía aceptó y no dudó en colocarse ante nuestra cámara para narrar y desvelar algunos de los episodios más truculentos de su larga vida, algunos de los episodios más sucios de la aparentemente modélica Transición.

Más de cincuenta horas de grabación con el confidente que, unidas a testimonios de periodistas, políticos, historiadores y personas que mantuvieron relación con José Luis, verán la luz el próximo año en la película documental Espinosa (Gustavo el espía).

El pasado viernes asistí a su entierro en el cementerio de Beniaján. Mientras contemplaba cómo introducían su ataúd en un nicho a ras de suelo, pensaba que quién le iba a decir a aquel muchacho de 15 años que en 1977 quedó fascinado por aquel confuso personaje, que un día sería una de la únicas cinco personas que, además de su corta familia, asistirían a darle el último adiós. D.E.P.