«El Chipé, el mejor sicario de la derecha cartagenera desde hace tres años, está detenido en comisaría. Todos los odios, toda la sed de venganza, el ansia de justicia: la necesidad de buscar una válvula de escape a la situación tan tensa que se vive en las últimas jornadas con relación a la derecha se centra en una única persona, en El Chipé. El Chipé se convierte a ojos de los cartageneros en la derecha».

Así se describe en el blog El lado oscuro de la historia qué pasó allá por 1936 en la ciudad de Cartagena, cuando el pueblo entero se conjuró contra un hombre. No en busca de justicia tipo Fuenteovejuna, sino para hacer fluir una rabia que la inminente Guerra Civil haría estallar en muchos.

Ocurría en julio. El Chipé se llamaba en realidad Juan Vicente Fernández y era natural de Alhama de Murcia. Su currículum apuntaba maneras desde bien jovencito: al primero que se cargó fue a su cuñado, a quien mató a puñaladas después de enterarse de que maltrataba a su hermana. También cuenta su leyenda que una vez, en una discusión tonta en la barra de un bar sobre quién tenía que pagar la ronda, El Chipé lo solucionó pegando un tiro en la boca a dos de los parroquianos.

Lo que cabreaba al pueblo de este matón es que, según decían, gozaba de la protección de la derecha local: protegía a los que pegaban carteles electorales desde los años 20 a la época de la Segunda República. El Chipé le daba a otras lacras: también ejerció de proxeneta en la zona del Molinete.

Con esta carta de presentación, lógico que el personaje no fuese precisamente Hijo Predilecto de Cartagena. Además, le tocó vivir en una época convulsa. El 17 de julio del 36 (dos días antes de la muerte de El Chipé) tenía lugar la sublevación de Melilla de la mano del que luego sería el dictador de España por cuatro décadas: Francisco Franco. Cuando El Chipé (de derechas hasta la médula) se entera de esto, se fue al bar a celebrarlo.

No obstante, cuando llegó a la ciudad portuaria la noticia de que la sublevación perdía fuelle, dos militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas se presentaron en el bar. Aprovechando la coyuntura, se llevaron detenido a Juan Vicente. Se le acusaba de cómplice del levantamiento y traidor a la República, régimen legítimo de entonces.

El Chipé, como era su costumbre, no se iba a dejar arrestar tranquilamente: sacó la faca y se lió a puñaladas con los socialistas. No obstante, se le debió acabar la suerte, porque uno de sus contrincantes logró asestarle un golpe en la cabeza y dejarlo alelado. Dos cabos de la Guardia de Asalto se plantaron también en el bar. Se acabó la fiesta y a comisaría.

Los dos socialistas que se habían peleado con Juan Vicente fueron atendidos en el Hospital de la Caridad. Mientras tanto, el Teléfono Roto empezaba a funcionar, y el rumor de lo que había pasado cobraba tintes de película. Algunos decían que El Chipé había matado a los dos jóvenes. La cosa se agrandó hasta el extremo, cuentan las crónicas de la época, que una masa enfurecida se plantó frente a la comisaría y comenzó a gritar que les entregasen a Juan. Que les apetecía lincharlo salvajemente.

Los funcionarios de la comisaría, ante el revuelto, se fueron al Ayuntamiento, a hablar con el entonces alcalde, César Serrano. El regidor pasó la pelota a uno de sus concejales, Manuel Martínez Norte. Lo metió en un coche oficial y lo mandó a la comisaría, para que cogiese a El Chipé y se lo llevase a la cárcel de San Antón.

El vehículo entró en la comisaría por la puerta trasera y allí montaron al matón. Pero, como no podía ser de otra manera, chivato habemus: alguien desde el interior de la misma comisaría avisó a la masa enfurecida, que seguía gritando, más aún si cabe. El gentío, ávido de sangre, se desplazó a la parte trasera del edificio y cortó el paso al coche oficial.

El concejal Martínez Norte empezó a olerse lo que iba a pasar. Por un lado, seguramente le pesaba la desesperación típica que acontece si centenares de personas zarandean tu coche. Por otro, el miedo de que se diese la circunstancia de que él mismo saliese herido, al viajar en el mismo vehículo que el objeto de deseo de aquella gente.

Hay quien dice que el edil hizo lo que hizo por ansia de protagonismo, para asegurarse que su nombre pasase a la historia en la leyenda. Otros, que lo hizo por humanidad. Él mismo dijo que fue para hacer un favor al preso.

Así, Martínez Norte sacó su pistola, una 9 milímetros, y le dijo al reo: «Chipé, te voy a hacer un favor». Acto seguido, le disparó en la cabeza. El disparo mató a El Chipé en el acto. El concejal entonces abrió la puerta, tiró el cuerpo y dejó que la gente se hiciese cargo de él.

Muchos de los enfervorecidos cartageneros quizás ni se dieron cuenta de que Juan estaba muerto cuando por fin lo engancharon. Al percatarse de que era un cadáver, algunos se piraron. No podían torturar al hombre, así que para ellos ya no tenía gracia el asunto.

Los que sí se quedaron, unos 300, ataron el cuerpo por la cabeza y lo llevaron a rastras hasta el paseo de los Mártires de la Libertad (actual paseo de Alfonso XIII), desde donde se dirigieron a la casa del veterinario Ramón Mercader, conocido derechista y protector del Chipé, ya que contrataba a este como guardaespaldas. «Aquí tienes a tu protegido», le espetaron.

La macabra comitiva siguió desfilando. Al llegar al muelle, lanzaron el cuerpo al agua. En la plaza Bastarreche, rociaron el cadáver con gasolina e intentaron prenderle fuego, pero no ardió al estar aún húmedo, así que lo dejaron allí tirado. A la mañana siguiente, almas caritativas de miembros de Cruz Roja le dieron sepultura en el cementerio de los Remedios.