Son las tres de la mañana. Suena el móvil con el tono de llamada personalizado de Jaime. No lo cojo. Ni siquiera miro la pantalla. No hay tiempo que perder. Salto de la cama. Me pongo la misma ropa que me quité anoche y cojo el botiquín. Conduzco como una loca y llego a su casa en la mitad del tiempo que se necesita para recorrer dicho trayecto. Me encuentro una escena demasiado habitual. Jaime está tirado en la cama, le cuelga un brazo. El dormitorio está revuelto. En la mesilla hay pastillas y una tarjeta de crédito en la que aún se aprecian restos de polvo blanco.

Lo reanimo. Le hago un lavado de estómago y cuando estoy segura de dejarlo más cerca del mundo de los vivos que de el de los muertos, me marcho.

-Eso es, vete. ¡Sálvate!

Sus palabras son sinceras. No hay ni un ápice de sarcasmo.

«Arruino todo lo que toco», esto me lo ha dicho mil veces y no le falta razón. Nuestros caminos se cruzaron en el instituto. Él era un niño de papá de manual. Con aspecto de pijo, voz de pijo, ropa de pijo, peinado de pijo. Era muy inteligente. Bueno, ahora no estoy tan segura de que lo fuera. El tutor de tercero de BUP le dijo que podría ser lo que quisiera el día que se le pasase la tontería. Él suele asegurar que aquellas palabras le cayeron como una losa y que cada vez que la caga siente el dedo acusador y la mirada decepcionada de aquel profesor.

Al principio, cuando se le iba la mano, lo llevaba a mi hospital, pero me llamaron la atención porque al parecer y, no sé cuándo ni cómo, había sustraído material y ciertos medicamentos en algún descuido. Así que lo atiendo en su casa o donde le pilla y, hasta ahora, hemos ido salvando las situaciones.

Nuestros amigos comunes suelen decir que su problema es que lo ha tenido todo y todo muy fácil, como si ellos no lo hubiesen tenido todo también. Yo no sé qué pensar. Creo que si hubiese tenido todo, si todo le hubiese sido tan fácil no hubiera necesitado envenenarse como lo hace para tapar a saber qué hueco, qué vacío. Defiendo que es un enfermo. Me duele cuando estos imbéciles, que se han puesto hasta el culo con él, que lo han invitado mil veces y mil veces se han aprovechado de lo que él pillaba, lo atacan. Odio que cuenten su última cagada con cierto regocijo. Cada vez tengo menos ganas de acudir a nuestro café mensual.

-A Wesley lo han echado mil veces del club naútico. El pobre desgraciado se marchó gritando que la mitad de todo aquello es de su padre. Lo que no sabe es que es ese mismo padre el que le ha vetado la entrada.

Esto lo dice el gilipollas de Luis que no ha cambiado ni un ápice desde el instituto y que sigue envidiándolo a pesar de que, sin duda, Wesley, como aún lo llamamos los amigos comunes, ha arruinado su vida.

-La familia ya no puede con él -continúa-. Ya no le pueden dar más oportunidades. Se han inventado puestos de trabajo para colocarlo y el que se ha colocado es él. A todos los ha decepcionado. A todos les ha robado.

Luis habla con cierto regocijo y satisfacción. Me da un asco incalculable.

-Y tú, ¿qué has hecho tú por Jaime? -le suelto.

-No te pongas así, Buttercup -me dice el idiota de Luis.

Buttercup, que es como me llaman a mí nuestros amigos comunes desde que representamos aquella adaptación de La Princesa Prometida en el instituto. Todos teníamos claro que Jaime se quedaría con el papel de Wesley porque físicamente eran idénticos. Todos menos Luis, que luchó a muerte por el puesto y que parece que aún no ha superado su derrota.

Como tampoco yo he superado aquel fingido beso teatral, el beso más auténtico que he dado en mi vida, el beso que selló nuestros destinos, mientras sonaba la voz engolada y envidiosa de Luis:

«Desde la invención del beso ha habido cinco besos que han sido calificados como los más apasionados, los más puros, éste los superó a todos. FIN».