En los 80 se desarrolló en Euskadi la llamada 'guerra de las banderas', que consistió básicamente en escaramuzas en los balcones de las instituciones para retirar la ikurriña o la enseña constitucional, que representaban las posiciones políticas en liza que dirimían sus diferencias en las astas de las banderas. Ahora vivimos una suerte de 'guerra de las urnas', en la que unos pretenden ponerlas el 1 de Octubre en toda Cataluña y otros aspiran a que no se coloquen.

Como en toda guerra, hay que buscar el origen, la 'invasión de Polonia', que desencadena las hostilidades. Y en el caso catalán, es sencillo ubicar esa génesis: la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que anula el Estatut de 2006 aprobado por el Congreso de los Diputados y muy ampliamente refrendado en las urnas catalanas. La sentencia obedecía a un recurso interpuesto por el PP contra aquella norma consensuada, que acompañó de una intensa campaña catalanofóbica en todo el país, con boicot al cava catalán incluido. Como no podía ser de otro modo, de aquellos polvos, estos lodos. Si por entonces el porcentaje de independentistas no superaba el 20%, a raíz de esta ofensiva de la derecha contra el autogobierno catalán, el número de quienes deseaban irse de España se duplicó. Por consiguiente, en la intolerancia del PP hay que buscar la actual e intensa crisis que viven las relaciones Estado-Cataluña.

El problema es que, ante esta actitud reaccionaria y hostil del Gobierno del Estado, el sector independentista catalán desencadenó una estrategia que se puede calificar de unilateral y excluyente. Y ello se ha puesto de manifiesto en la promulgación, estos últimos días, de las leyes de referéndum de 1 de Octubre y de Transitoriedad (desconexión) por parte del Parlament, donde la mayoría gubernamental ha exhibido un evidente desprecio por la democracia parlamentaria y el respeto a los derechos de las minorías. Además, en esa ley de desconexión se contempla la declaración unilateral de independencia si la mayoría de votantes se inclina por el Sí, independientemente de la gente que acuda a votar. Es decir, se podría declarar la independencia, en este esquema, con tan sólo un 20% del censo real de votantes, los cuales habrían participado en un referéndum que no ha ofrecido las garantías suficientes como para expresar la voluntad libre y sin restricciones de la ciudadanía catalana, entre otras razones por el boicoteo del Estado a la consulta.

En este contexto, el 1 de Octubre no va a tener lugar un referéndum que merezca tal nombre, tanto por las limitaciones mencionadas a su celebración como por la ausencia de consecuencias jurídicas. Ese día habrá un intento de movilización en la que hay urnas, y como tal movilización merece el más absoluto respeto. Es decir, si la gente quiere manifestarse y acabar el recorrido de su manifestación echando una papeleta en una urna, ello está amparado por el derecho de manifestación y expresión, y no debe ser reprimido.

Un Estado que coarta el ejercicio de ese derecho (también la libertad de pedir la autodeterminación en locales públicos) es un Estado que tiene miedo, además de fuertes pulsiones autoritarias. Y lo que teme la derecha (y el Régimen del 78) es un cuestionamiento del modelo territorial vigente. Si, como dice el PSOE, España es una nación de naciones (lo expresa también implícitamente la Constitución al hablar de 'nacionalidades'), está claro que la nación ha de negociar con las naciones que la integran para redefinir el marco de sus relaciones si es que éste ha entrado en crisis. Porque la soberanía está compartida entre el todo y las partes que lo conforman. Y si una amplia mayoría de catalanes quiere decidir (en un número muy superior al de independentistas) cuál es su relación con el Estado, habrá que hablar con ellas y ellos, entre otras razones para seducirles por parte de una España que así desmostraría que les tiene en cuenta. Y es lo que hay que hacer el 2 de Octubre, pase lo que pase el día 1.