En pleno Roland Garros de nuevo, cómo pasan los años. A propósito del comportamiento que prima en los que tutelan a quienes se inician en un deporte en contraste con el cabal, cuenta el exatleta olímpico Albentosa que un día lo llamó Miguel Ángel Nadal, aquel portento físico del Barça que sudó la elástica nacional, y le dijo si podía mandarle dos polos para su sobrino que dudaba entre fútbol y tenis: «Sólo dos -recalcó-, que no queremos que se lo crea demasiado». Ese año ganó el Campeonato de España alevín con sus dos únicas prendas. Concluye Albentosa que nada en el deporte es casual.

Esta edición han acudido hasta cinco mil aficionados a... ¡los entrenamientos! de ese ciclón que en los últimos lustros tiene aburridos a los franceses de ver cómo se lleva su torneo, debido según otro tío de la criatura, su guía Toni, a la de horas que han trabajado con el gran propósito en mente: «¡Cuántos discursos y sermones, cuántas diatribas! ¡Cuántos elementos a mejorar en la siguiente preparación!

¡Cuántas veces se fue Rafael de la sesión diaria con el punto de insatisfacción que yo le transmitía desde el convencimiento y la exigencia constante de forma muy poco condescendiente!». Y ahí es donde ese amigo cartesiano, que siempre es aconsejable tener cerca, al referirse a los Indurain, Nadal... sentencia que «son marcianos». Y, efectivamente, de la misma galaxia es extraño que sean.

Los de ésta nos fundimos innumerables fines de semanas en llevar a los críos a las competiciones. En una provincial de tenis alevín, precisamente, tocó enfrentarse a uno de punta en blanco, con todos los aditamentos que puedan imaginar, frente al mío con el polo de batalla y sus dos alambres por piernas. Nos cayeron sendos seis-cero y el chaval de enfrente no se libró de la bronca las pocas ocasiones que el punto no cayó de su parte. Veinticinco años después, alguna vez que veo al mozo dejar dialécticamente a contrincantes de envergadura contra las cuerdas, me pregunto qué habrá sido de aquél otro nene.