Hace unas semanas fue el congreso de Ciudadanos. Pasó desapercibido entre la continuidad marianista y la purga pablista, pero ocurrió. Ponencias, cambio de ideario, de estatutos, candidaturas alternativas y discursos motivacionales. Muchos discursos motivacionales.

He de admitir que, como todos los que disfrutamos con el juego político nacional, seguí con cierto interés lo que se debatía entre los ya comunmente denominados naranjitos. No me parecía menor la confrontación entre el sector liberal y el socialdemócrata, sobre todo en un partido de cuya influencia depende el futuro de nuestro país y nuestra Región. Siempre es mejor noticia que se apueste claramente por la meritocracia que por la subvención, y más en una formación política en la que los líderes andaluces tienen una ideología diametralmente opuesta a la de los catalanes, que a su vez es diferente que la de los madrileños que, por supuesto, nada tiene que ver con la de los murcianos.

Sin embargo, hubo un tema a debatir que me produjo un ansia tremenda de militar en el partido. Alguien, a quien la sociedad española nunca podrá compensar por su valentía y entrega por nuestro país, se atrevió a plantear el asunto central que entorpece el desarrollo de la política nacional. Gracias al militante estrella, Ciudadanos pudo debatir en su Congreso (casi) refundacional si, de una vez por todas, se debía dejar de citar a Adolfo Suárez en los discursos del partido.

Les parecerá un asunto menor, pero no es irrelevante en absoluto. La nueva política, ejemplificada en los dos partidos emergentes (pero con conductas que, por desgracia en este ámbito, cada vez acusan más a los tradicionales), basa su estrategia de expansión en el poder de la oratoria. La combinación de significantes alejados de la grandilocuencia del elitismo intelectual, cargados de significados absolutamente ambiguos que admiten cualquier tipo de referente a gusto del consumidor.

Un ejemplo al respecto. Ciudadanos reclama que los votantes confíen en ellos porque sólo actúan con 'sentido común'. De alguna forma, la formación naranja nos invita a apoyarles porque, como es lógico, están a favor del bien y en contra del mal. La única pregunta es... ¿qué es el sentido común? ¿es subir los impuestos a los ricos? ¿es mantener una fiscalidad baja para aumentar el atractivo del país para los inversores? ¿es abrir más Universidades? ¿es cerrarlas? ¿es apoyar al PSOE? ¿o tal vez al PP?

Ellos, los líderes del partido, saben que su mensaje es tan vacío que admite cualquier interpretación, y esa es precisamente su ventaja frente al resto de formaciones. Utilizar significantes conocidos por todos a los que cada uno de nosotros otorgamos un significado diferente sin saberlo.

Concretemos más aún. Imaginemos a dos votantes que acuden a un mitin de Ciudadanos en Madrid. Uno de familia aragonesa y otro residente en Murcia. Albert Rivera dice «prometemos hacer un plan hidrológico nacional pensado con la cabeza y no con las entrañas». El primer votante vuelve a casa en AVE satisfecho, porque entiende que ahora serán los científicos los que determinen que, efectivamente, el impacto medioambiental del trasvase del Ebro sería tan perjudicial que sería inviable hacerlo. El murciano, por su parte, vuelve en su tren de cinco horas de trayecto feliz, pensando que por fin un político nacional priorizará las objetivas necesidades de la huerta murciana frente a las reivindicaciones territoriales absurdas de nuestros compatriotas del norte. Dos interpretaciones no sólo distintas, sino radicalmente opuestas que, sin embargo, tienen perfecta cabida en la ponderación de la cabeza frente a las entrañas.

En este absurdo político que ocurre diariamente, las citas de autoridad son el culmen del vacío de contenido. Admitiendo que son un recurso retórico interesante para los oradores (y más aún para los articulistas), cometer falacias de autoridad constantes puede convertir a un político en un extraordinario vendehumos, pero jamás en un instrumento útil para la sociedad, que es lo que debería aspirar a ser.

Volvamos a los ejemplos. Si han visto alguna vez una rueda de prensa o reportaje de Ciudadanos, habrán observado que su sede está empapelada con fotos de citas célebres del presidente Kennedy. Dudo sinceramente que haya habido más de dos o tres actos públicos en los últimos años en los que no se le haya mentado. Sin embargo, preguntarnos qué podemos hacer nosotros por nuestro país en vez de qué puede hacer nuestro país por nosotros; pedirle a Pablo Iglesias que busque urgentemente sus logros en Google (se acordarán mejor de este episodio si les recuerdo que fue justo después de susurrar que el líder podemita era un gilipollas por sugerir que Rivera no había entendido su peloteo indiscriminado al PNV), o poner su foto de fondo mientras graban vídeos de campaña para Facebook (en serio, fíjense a partir de ahora) no aporta absolutamente nada ni al debate político nacional ni a clarificar el futuro de los españoles. Pero sin embargo ellos, los que vienen a salvar a los españoles de la mediocridad política, deciden hacer del recurso retórico su elemento central mientras dejan a la imaginación de cada cual si admirar a Kennedy implica querer modernidad, igualdad, un presidente promiscuo o evitar que la URSS nos invada desde la islote de Perejil.

He de reconocer que me encantan los políticos que son buenos oradores, sean del partido que sean. Me conquistan a la primera y hacen que sienta cierta simpatía por sus ideas, por distintas que sean de las mías. El problema es que la nueva política nos ha hecho creer que los buenos debatientes parlamentarios son los que más citan a Adolfo Suárez, más apelan al sentido común, más quieren devolver el país a su gente o más maltratados están por el Estado. Saber hacer un discurso con contenido y sin leer convierte a un buen político en un gran político, pero repetir mantras carentes de significado, por mucho que se combinen con la mejor de las sonrisas y el más natural de los movimientos, sólo hace que los mediocres lo sean con elocuencia.

Decía al principio del artículo que al militante estrella de C's nunca se le podrá devolver suficiente su labor a España. Yo, por mi parte, puedo prometer y prometo que no cejaré en el empeño de reivindicar su honor. Era así, ¿no?