De a diario nos preocupan cosas absolutamente nimias. No digo que en nuestro entorno inmediato, en la cotidianeidad de cada uno de nosotros, no sucedan cosas graves que merezcan nuestra ansiedad y nuestros desvelos. Digo que, como grupo social, los sucesos que nos perturban y nos vuelven temerosos son total y completamente nada si los comparamos con los que sufren otras sociedades.

Comparen Siria en guerra con nuestra preocupación colectiva porque aún no tenemos Gobierno. Comparen los niveles de paro en España con la situación económica de Burkina Faso. Comparen nuestro sistema sanitario con el de Etiopía. Comparen, yo qué sé, nuestra indignación porque aún no nos llega el AVE con la accesibilidad por carreteras (qué risa) en Sudán del Sur.

En los países occidentales estamos tan llenos de miedos e insatisfacciones que no atinamos a darnos cuenta de que vivimos en el mejor de los mundos y el mejor de los momentos. La historia de la humanidad, incluso en nuestra propia tierra, está preñada de guerras, pestes y miseria. Sin necesidad de remontarnos a la historia, apena reparamos tampoco en que la propia actualidad de más de la mitad del mundo en el que vivimos sufre horrores sin cuento, guerras, pobreza, explotación infantil, falta de agua en las casas, enfermedades y muertes perfectamente resolubles con una simple vacuna que nosotros sí tenemos y de la que ellos carecen.

Hay tierras especialmente dolientes. El horror en Haití sí que justifica el miedo y la desesperanza en la sociedad en la que los haitianos viven. Por no tener no es ya que los haitianos no tengan futuro, sino que ni tan siquiera tienen presente ni tuvieron pasado. ¿Cuánto daría un haitiano por tener nuestros enormes problemas? ¿Cómo podemos imaginarnos la escala del sufrimiento en aquel país no sólo azotado por terremotos y huracanes sino inmersos desde siempre en una falta radical de recursos de la que, seguro, nunca conseguirán salir? Ni podemos ni probablemente queremos imaginarlo. Pero no por falta de capacidad de conciencia, sino porque nuestra propia posición privilegiada nos impide comprender la escala y el detalle de los problemas ajenos y por ello empatizar real, activamente, con los otros. Ahí tienen, por ejemplo, el reciente resultado del ignominioso referéndum en el ignominioso país occidental que hasta me niego a mencionar, que ha votado, más o menos, arrojar a los refugiados de nuevo al mar.

Reconocer nuestra situación privilegiada en el concierto de los sitios y de la historia del mundo no es reducir nuestros niveles de exigencia o de reivindicación, ni mucho menos. Pero sí debería significar ser capaces de relativizar nuestras quejas y, sobre todo, de decidirnos a extender nuestras exigencias y reivindicaciones de un mínimo bienestar social al conjunto de la especie humana. Nuestros miedos como grupo no están justificados salvo que incorporemos en nuestra ansiedad colectiva a refugiados, niños en guerra, ciudadanos bombardeados, huérfanos, enfermos sin ayuda y pobres de solemnidad del mundo completo. Y me temo que quizás eso lo hagamos, yo el primero, sólo de boquilla.