Eso es lo que soy. Un pájaro de extraño pelaje blanco y negro rodeado de simpáticas aves del paraíso que me miran divertidas y a las que yo contemplo desconcertado. Me ofrecen una piña colada y trato de cogerla con mis alas que no son alas, pero tampoco manos, pero nadie sabe lo que son salvo que no se inventaron para coger copas con sombrillita y ron, azúcar, piña, piña, piña.

Miro el mundo sin entenderlo y él me devuelve la mirada con expresión de pero qué demonios te importa, limítate a disfrutar de la vida y no te plantees qué hace un patoso pingüino como tú en la tierra de las aves bailarinas, allí donde se comunican sacudiendo las caderas y en donde no entienden que a ti te cueste tanto andar, unirte a ellos, que prefieras mantenerte de pie al borde del acantilado viendo los peces pasar bajo tus patitas graciosas y deformes.

Pero soy un pingüino solitario y meditabundo. Un bicho que se pregunta de qué sirve tener alas si no puedes volar. De qué sirve volar si no puedes subir más alto que el Sol. De qué sirve el Sol si no ilumina el alma de los pingüinos. Los loros sorprendidos te lanzan ciruelas con sus picos. Creen que eres un fantasma, un ser sin realidad. Su religión de loros tropicales no les permite comprenderte. Tampoco les interesa mucho hacerlo. Prefieren arrojarte fruta desde la distancia. Al menos que coma bien, se dicen. Al menos que no se crea comedor de loros.

Primero te aíslas. Es la reacción natural. Mucho ruido ahí fuera. Nada mejor que buscar una pequeña cueva en la que protegerte con tus libros para pingüinos, los cuentos de aquellos que remontaron el horizonte y se volvieron locos. Pero cuánto se divirtieron. Al principio lo de aislarse te funciona. Nadie te molesta y cuando lo hacen puedes escapar y refugiarte en tu agujero privado. No puedes evitar que tu cuerpo comparta su espacio, pero tu alma vuela lejos.

Sin embargo, al poco te das cuenta que el truco no funciona. El mago se dejó las cartas descubiertas sobre la mesa y hasta el más huraño de los pingüinos necesita a los demás, por muy diferentes que de él sean. Así que cambias de estrategia. Te vuelves un pingüino popular. Vas a la playa. Tocas el ukelele. Haces surf y vistes a la moda. Tratas de no parecer el pingüino raro de la fiesta. Durante una temporada las cosas van bien. A tu cueva vienes los loros y hasta algún papagayo. Tu nombre se mueve en los círculos de interés. Te vuelves un soltero codiciado. Un pingüino es una cosa exótica en el Caribe. Todos desean conocer a ese bicho extraño y tan interesante. Los niños cotorra te paran por la calle y te preguntan qué se siente al ser un pingüino. Alzas sin mucha coordinación tus alas amorfas. Te encoges de hombros pingüiniles. Les miras sin saber muy bien qué decir. Les fascina pensar que hayas decidido ir con ellos. Eso les vuelve más cosmopolitas. Nada menos que un pingüino entre nosotros. Nadie sabe muy bien para qué sirve un pingüino, pero son ellos los que te tienen a su lado, no los vecinos. Así que tener cerca a uno de los tuyos debe ser algo bueno por necesidad.

La cosa acaba por hacérsete pesada. Eres un pingüino y eso no se cambia por mucha crema solar que te untes. Ya te podrás poner moreno como un macaco, que pingüino eres y pingüino serás. Así que optas por un punto intermedio entre ser el pingüino anacoreta y ser el alma de la fiesta. La cosa es complicada. No sale bien a la primera. Ni a la segunda. Los loros comienzan a mirarte mal de nuevo. El papagayo se va con la música a otra parte. Los niños cotorra te sonríen sin haber acabado nunca de comprenderte. Hay días en que te encierras en tu cueva mientras afuera todo el mundo está de fiesta. Días en que deseas unirte a ellos pero te encuentras sin fuerza. Días en que añoras la Antártida y otros en los que recuerdas el frío tan atroz que hacía.

Pasan las semanas, los meses, los años. Y te vuelves oficialmente un pingüino caribeño. Tú crees que no lo eres. Ellos creen que no lo eres. Pero de hecho lo eres. Ya dicen los viejos que uno es de donde come. Y de donde caga. Recuerdas a tus viejas amigas las morsas. Ellas hacían las dos cosas en el mismo sitio. Qué tías las morsas.

Vas de un sitio a otro con tu sombrerito Panamá para pingüinos. Tomas jugos de frutas y de vez en cuando te dejas ver por la playa. No te prodigas en exceso por las fiestas, pero a alguna te acercas. Nunca dejan de mirarte raro y descubres que en el fondo siempre te gustó que te vieran así. No eres uno de ellos. Nunca lo serás. Nadie desea que lo seas. Tú eres el pingüino. El extranjero. El exótico. El raro. El tipo ese de pelaje blanco y mirada eternamente sorprendida. El que no sabe bailar porque apenas puede caminar. El que no vuela y que, aunque está hecho para nadar, se niega a hacerlo.

Un día sales de la cueva y avanzas torpe como siempre hasta el borde del barranco. Ves una vez más los peces ahí abajo. Los loros en las ramas de las palmeras. Las aves del paraíso volando sobre tu cabeza. El entero Caribe bramando a tu alrededor. Pero no lo escuchas. Ya no escuchas nada. Al fin has descubierto que, aquí como en la Antártida, lo que te hace diferente no es ser un pingüino, sino que realmente nunca has escuchado nada. ¿Acaso había algo que escuchar?