Eran días de Prenavidad en el año 2036. En una importante ciudad de España y en su modernísima y equipadísima casa, Jorge, de seis años, dedicaba el fin de semana (perdón, el weekend) a preparar los exámenes trimestrales a los que se enfrentaría en su colegio esa semana. En su mesa de trabajo contaba con dos pantallas de ordenador, varias cámaras digitales y una televisión de alta definición, desde la que podía acceder a más de trescientos canales. Por supuesto, siempre a la mano, tenía un sofisticado teléfono móvil y una tableta con cuyas aplicaciones se relacionaba durante muchas horas con sus compañeros y amigos.

Ese día sus abuelos maternos habían acudido a acompañarlo, pues sus padres, con todo el derecho del mundo, se fueron de comilona con su gente. Los abuelos paternos ya se encargaban de su custodia de lunes a viernes, pues el padre y la madre trabajaban hasta las primeras horas de la noche. Por supuesto, el niño tenía una cuidadora, pero la joven había solicitado aquel día libre para acudir a un Black Friday en el lujoso barrio donde prestaba sus servicios.

A Jorge le resultaba algo incómoda la presencia de esos abuelos, porque entre ellos hablaban español, idioma del que el niño solo conocía unos cuantos cientos de palabras, ya que en su colegio cursaba una hora de lenguas antiguas semanalmente. El resto, lógicamente, en el idioma del Imperio.

En un rincón del salón, adornado con un abeto cargado de luces y paquetitos, se encontraba, ya inservible, el disfraz de zombi con el que celebró la fiesta de Halloween un mes antes. La gran estancia estaba presidida por una enorme figura de Santa Claus, a cuyos pies se amontonaban otros paquetes más grandes. También andaban por allí, cómo no, San Nicolás y Papá Noel. La música y la abundancia de comida convertían esa casa en un refugio festivo, en un lugar inmejorable para pasar las Navidades. La alegría estaba servida, sin que el niño, teniéndolo todo a su alcance, pudiese añorar o imaginar cualquier otra cosa.

Pero sus padres se retrasaban aquella noche y, junto a la chimenea, el abuelo Jacinto empezó a narrarle historias. La ocasión lo reclamaba y se dispuso a hablarle a su nieto de Los Reyes Magos. Con evidentes signos de nostalgia le reveló lo que eran los belenes y, especialmente, cómo tres figuras coronadas y a lomos de camello se acercaban progresivamente hasta la cueva del Niño Jesús y el día 6 de enero le entregaban sus regalos.

La imaginación del pequeño empezó a despertarse y siguió atento al relato sin acudir a su móvil para acopiar datos, sin duda presumiendo que allí no encontraría esa historia.

Pero su perplejidad alcanzó el máximo nivel cuando el abuelo Jacinto le dijo que todos los niños españoles recibían algún regalo esa noche, todos al mismo tiempo y todos llenos de felicidad. Ante sus dudas, le explicó que esos Reyes venían de Oriente, que dos de ellos eran de raza blanca y el tercero de raza negra, y que viajaban dirigidos por una gran estrella, que desde el Cielo los llevaba hasta la casa de cada niño.

Los grandes ojos de Jorge reventaban de ilusión y esa inmensa joya de la Cristiandad que es la Epifanía fue adentrándose en su cabeza, contada en el viejo idioma de sus padres y descrita con detalles y pormenores sobre su significado. Realmente, durante esas horas Jorge vivió con intensidad la Noche de Reyes, olvidándose de modernos aparatos, de complejos artilugios y hasta de mensajes con sus amigos. Esto era completamente nuevo para él y le despertó su dormida imaginación.

No se explicaba la ubicuidad de los Magos, pero la asumía convencido. Tampoco su generosidad, pero la aceptaba como normal en esos días navideños. Disfrutó como pocas veces en su corta vida lo había hecho y dio rienda suelta a su ingenio.

Cuando se durmió, soñó con los camellos, con los pajes, con los caminos aéreos de los Reyes, y, sobre todo, con la noche que él fuese visitado por aquellos magos y agasajado con sus regalos.

Pasadas unas fechas, Jorge se encontraba ya en la deseada noche y, conforme el abuelo le había contado que debía hacerse, dejó en un lugar preferente de aquel salón sus zapatos y varias copas de licor, y escribió en un cartelito: «Sean bienvenidos SSMM a esta casa».

Al volver a clase contó a todos su gran secreto y los compañeros se quedaron sobrecogidos, pensando en los Reyes Magos y aguardando su próxima llegada.

Ningún niño pudo comentar a sus profesores la Cabalgata Real de esa ciudad, pues hacía mucho tiempo que no se celebraban en España estos desfiles, pero, entre ellos, los niños se reconocieron que la próxima noche del 5 al 6 de enero la iban a pasar en vela, asomados a una ventana y buscando la estrella que alumbra los caminos.

Luego volverían al uso de las desarrolladas tecnologías y a sus prolongadas conversaciones telemáticas, pero seguro que la imaginación que les debió ocupar esa noche las cabezas les serviría de algo en su muy sólida formación técnica. Aunque la cultura, incluido el conocimiento de las más bellas tradiciones, quizás ya no les hiciese falta.

Para qué la necesitaban, si lo llevaban todo en el bolsillo.