Si alguien les mienta este vocablo, les sonará como a quien oye llover. Aunque no siempre fue así, porque ramales y ramaleras se tenían por muy conocidos, ya que eran los cordeles de cáñamo o cuero que servían de rienda para conducir a las bestias de tiro o de carga, que se domaban para recibir las órdenes que les transmitía el caballero o el auriga mediante leves tirones o sacudidas sobre el cuello o el lomo. Así que se decía que ramaleaba el animal que obedecía sumiso a los estímulos del ramal. De ahí a aplicar este ramalear a las personas sólo había un trecho: del marido dócil a los mandados de su señora, del niño que seguía a su madre como un perrillo faldero o de aquel que iba por la senda trazada por las opiniones y consejos de amigos o parientes, se decía que ramaleaba bien; lo cual podía ser entendido como un acto de bondad y buenas maneras o, por el contrario, como señal inequívoca de la falta de criterio del pando o aglariao, cuyo ramalear sumiso era motivo de comentarios e incluso de burlas.