Es francamente doloroso para mí describir las penurias patrimoniales de Lorca. Podría recrearme en los siglos de su barroco esplendoroso —época dorada de una urbe de cultura y patrimonio riquísimos—. Empero, todo eso se fue al traste y nos queda un reflejo mustio y vahído de lo que fue, pudo haber sido, lo que hoy es y jamás será. Es necesario contemplar los hechos con perspectiva pues, de lo contrario, corres el riesgo de caer en valoraciones simplistas; esas que tanto gustan en la política española.

Hasta comienzos de la Guerra Civil Lorca era un lugar de belleza privilegiada. Gracias a las encomiables aportaciones de Espín Rael y Escobar poseemos un importante fondo documental y gráfico. Esto nos permite conocer cómo era esa ciudad de templos de ojivas y nervaduras góticas, altares, capillas, retablos encantados, conjuntos escultóricos de ensueño, órganos, sillerías, estucos, custodias, relicarios, archivos, lienzos, fachadas nobles, empedrados angostos, torreones, techumbres, artesonados, canalones, miradores volados, rejerías de forja, hornacinas y escudos caballerescos.

El saqueo. A pesar de no ser ésta una ciudad de frente de guerra sufrió un saqueo siniestro promovido por un oriundo grupúsculo miliciano anarquista venido de Molinos de Rey. El 14 de agosto de 1936, presos de la incultura y salvajismo de aquella república misérrima, desaparecieron en llamas múltiples siglos de historia. Arden San Pedro, San Juan, Santa María la Mayor —con todos sus tesoros—, centenares de piezas de San Patricio, Santiago, San Diego y el Santuario de la Virgen de las Huertas. Largas decenas de obras de los maestros Salzillo, Roque López, Nicolás de Bussy, Jerónimo Caballero —y otros muchos— se consumen para siempre. En una sola tarde Lorca perdió casi todo su patrimonio religioso. Conservó, no obstante, la belleza arquitectónica como conjunto histórico y un arraigado menosprecio a su cultura. Las ruinas permanecen hoy casi intactas y son muy pocos los que conocen lo que allí había.

En los años siguientes, los de la posguerra y la dictadura, el obispado de Cartagena, las corporaciones municipales y los Gobiernos Civiles de Murcia no fueron capaces de frenar la degradación patrimonial de Lorca. Se limitaron prácticamente a su declaración de Conjunto Histórico-Artístico por decreto 612/1964 de 5 de marzo. Su contribución, en coalescencia con los caciques locales, fue el mercadeo y progresiva ruina.

Hay quienes encuentran en el analfabetismo predominante una justificación de los hechos. Yo, a diferencia de ellos, esgrimo un acusatio directo con perfil de insidia legada y perpetuada en el subconsciente. La sucesión de efemérides se ve muy cristalina con las gafas de la historia. La destrucción fue consentida.

Existen ejemplos coetáneos que apuntan en la dirección de esa tesis. Del 15 al 16 de febrero de 1941 la ciudad de Santander sufre el mayor incendio urbano moderno de España. Su centro histórico, a diferencia del de Lorca, sí quedó reducido a escombros y cenizas. Un paisaje similar al bombardeo de Dresde por las tropas aliadas el 13 de febrero de 1945. El mismo régimen de Franco que gobernaba estas latitudes, se volcó en la reconstrucción de Santander que recuperaría, años más tarde, su referente burgués de veraneo iniciado por Alfonso XIII. Si usted visita la ciudad del Sardinero verá cómo las manzanas surgidas mantienen una hegemonía arquitectónica que es, a fin de cuentas, lo que en combinación con el verdor cantábrico hace tan agradable la estancia. El hecho diferencial entre esa estampa y la nuestra es la lacerante incompetencia de quienes aquí han gobernado.

El funcionalismo. La década de los 60 introdujo una rápida industrialización en todo el país destruyendo cientos de conjuntos históricos. Las tendencias de construcciones funcionalistas se asemejaban a las de las ciudades del bloque comunista. Las volumetrías y la estética, fundamentales para la belleza de un centro monumental, desaparecen como elementos a preservar. Son notables los derribos de edificios como el ecléctico Banco Central en la Calle Corredera o de varios inmuebles en la Cruz de los Caídos. Se asienta la tendencia del expolio sin miramientos. La llegada de la democracia no significó mejora sustancial alguna. El empobrecimiento acelerado de los barrios altos o medievales se sustentó desde el Ayuntamiento y la Administración autonómica naciente. En ciudades monumentales españolas, hoy declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, supuso el comienzo de recuperación importante gracias a la aplicación de políticas encaminadas a la conservación del espacio urbano. Nada de eso, es obvio, ocurrió en Lorca.

El desinterés. Los primeros alcaldes democráticos no quisieron entender —del mismo modo que la ciudadanía nunca lo ha entendido- el valor patrimonial. Tampoco aunaron los apoyos suficientes de otras Administraciones. Así, los socialistas José López Fuentes y José María Gallego —hasta 1993— continúan practicando la misma política de bajura. En este período siguen modificándose el perfil de plazas, glorietas y el semblante solariego de muchas calles (la parte baja de la calle Álamo, por ejemplo). Se decide vaciar el Ayuntamiento —muy modificado durante varios períodos— por completo conservando sólo la fachada. A partir de 1993 se hace con la alcaldía Miguel Navarro, el gran activo político del PSOE. Su encarnizado enfrentamiento con la entonces consejera Gutiérrez-Cortines fue una circunstancia desgraciada. Los intereses de Navarro y el de varios constructores se oponían a cualquier intento de preservación integral. La propiedad de un inmueble noble era, como lo había sido en décadas anteriores, un obstáculo para el concepto de desarrollo aquí practicado. Las restricciones de intervención en esos edificios, a priori severas, no lo fueron al final. La redacción del PEPRI, que tanto enorgulleció al PSOE, fue en verdad un instrumento más de saqueo bendecido. No se planificó una recuperación de los espacios urbanos y se limitó a la catalogación —muy discutible— de los bienes inmuebles.

El desinterés del Gobierno de España explica la permisibilidad legal de tantas tropelías. En la Comunidad Autónoma sus presidentes Collado y Valcárcel (María Antonia Martínez fue un suspiro) optaron por plegarse a las exigencias de la ignorante oligarquía para beneficio electoral propio. Las consecuencias las seguimos padeciendo en el mandato de Francisco Jódar truncado por los sismos, la crisis y la inercia arrastrada.

Es la construcción de un Parador en el recinto amurallado del castillo lo que resume la espiral contemporánea de miserias humanas, políticas y económicas. El inicio de las obras sacó a la luz una judería única del siglo XV. Como no podía ser de otro modo, ninguna Administración se había preocupado antes de estudiar en profundidad la arqueología del lugar —vertedero durante lustros—. Las presiones políticas hicieron continuar el proyecto eliminando el aparcamiento subterráneo y modificando la altura. Los daños arqueológicos reales nunca los conoceremos.

Sus promotores —socialistas y populares de zafiedad de reducido parangón— sostienen que ese hotel abre una puerta nueva de desarrollo.

Puerta, pese a todo, similar a todas las anteriores. El resultado que hoy inaugura Su Majestad la Reina es visualmente insostenible y la estética horrenda queda resaltada con la estructura metálica exterior. Este nuevo establecimiento es contrario a la naturaleza fundacional de Paradores; un diamante falso sin sus cinco estrellas iniciales incrustado en una ladera de vida milenaria. Conocer los legados del pasado te enseña a combatir la indolencia y el desprecio sin miramientos.

Nadie —muchos están ya muertos— pedirá perdón ni admitirá su parte de culpa por el destrozo impune y gratuito al Patrimonio de Lorca pero al menos la voracidad sempiterna de los todavía vivos, no podrá consumir el refugio en blanco y negro de aquella ciudad de cuento que sigue alimentando mis anhelos.