Estoy releyendo a Poe. En especial las traducciones de Julio Cortázar. Por este motivo estaba deseando llegar a Cabo de Palos donde conservo una espléndida colección de la entrañable ´Biblioteca Básica RTV´ que, a finales de los sesenta, publicó Salvat con precios aptos para todos los bolsillos. El tomo tres es el dedicado a Edgar Allan Poe. Lo prologa Narciso Ibáñez Serrador, quien explica cómo, el genial norteamericano, vivió y murió sin tener jamás un punto de contacto con el mundo que le rodeaba.

Uno de los relatos más tenebrosos del poeta de Boston es, sin duda, El pozo y el péndulo. Lo releí, y me volvió a encantar, y a horrorizar. Sobre todo el pasaje donde se explican los dos grados para volver del desmayo a la vida: el de la existencia moral o espiritual, y el de la existencia física. Y cuando apunta que, quien nunca se haya desmayado, nunca meditará sobre el perfume de una flor desconocida ni se perderá en el misterio de una anónima melodía.

La otra noche, en una tertulia junto al Mar Menor, se propuso un juego. Un juego de preguntas abiertas, de elección prioritaria entre dos opciones bien claras, simples y definidas.

Antes, durante un buen rato, estuvimos hablando de la educación, de los colegios concertados, y del cambio habido en la sociedad en los últimos treinta años. Todos manifestamos rabia, tristeza y repulsa; vergüenza por haber llegado a que un maestro o un profesor de instituto puedan ser agredidos, impunemente, por un alumno o por el padre de un alumno.

Como otras veces, achacamos tamaña barbarie al efecto péndulo; consecuencia de lo que ocurrió tras la Transición; cuando, después de cuarenta años de dictadura, de repente, se acabó con el «usted» y con las ´corbatas´, se acortaron las distancias, y se pretendió –con la mejor de las intenciones– minimizar las diferencias aunque sólo fuese en las formas. Se puso en marcha el péndulo; hasta entonces anclado en la cima del autoritarismo, la arbitrariedad, las reglas y las normas; lo prohibido; la inexcusable obligatoriedad de proceder «como Dios manda». Y el péndulo bajó, y tomó inercia, y llegó al otro extremo, donde sólo hay derechos y no manda nadie, donde todo es gratis, y la justicia se la toma uno por la mano, y no pasa nada; todo vale.

El juego consistía en elegir entre dos opciones; como en un test de respuestas alternativas: A, B, C, D o E, donde se debe marcar sólo e indiscutiblemente una.

Partíamos (con más o menos consenso) de la hipótesis, según la cual, con los años, los conocimientos y la experiencia, se tiende a una definitiva posición (vital o intelectual) de izquierdas o de derechas que, curiosamente, se consolida por una extraña ´emanación biológica´ de una u otra índole. En esto último hubo consenso absoluto. De ahí el plantear el juego.

La pregunta era: ¿Qué consideras más importante?

Y las respuestas: A) La justicia social. B) La libertad.

Había que elegir una por encima de la otra, aunque sólo fuese una millonésima de micra la distancia que las separase.

Era un juego abierto y en voz alta. Hubo quienes eligieron la opción A, y quienes la opción B. Pero uno se negó a responder aduciendo a que era un juego con engaño. Por más que insistimos, no nos dijo cuál era, en su opinión, ese engaño.

Concluyó la tertulia. De vuelta a casa estuve pensando, infructuosamente, por qué éste amigo no quiso jugar.

Saltó un lebeche de mil demonios. Durante la noche, con el ulular del viento de ultratumba que llegaba del poniente, me invadió una terrible pesadilla, como las que sufría cuando niño después de ver algún capítulo de aquella extraordinaria serie de televisión: ´Historias para no dormir´, de Chicho Ibáñez Serrador.