Aunque la novela caballeresca, protagonizada por supermachos dotados de arrojo suicida y músculo gimnástico sin prejuicio de romanticismo y filantropía sin límites, fue ridiculizada con insólito talento por Don Miguel de Cervantes en el Quijote hace ahora cuatro siglos, los posteriores literatos que han cultivado con éxito la novelística hasta el presente, con escasas acepciones, no se han enterado de nada. Ahí estaban, erre que erre, los gurús anglosajones Defoe, Takeray, Bronte, Austin, etc. y, destacadamente, Dickens. Porque el admirado superventas británico engarzaba aquellas galerías bienhumoradas de personajes mediante algún tipo tan brillante como ejemplar (Oliver, Mr Pickwick, Pip...), individuos en verdad inencontrables entre el común. Melville, Stevenson, Conrad, Hammett, tan vanguardistas en otros aspectos, incurrieron asimismo en la ordinariez de proponer prototipos modélicos.

El diecinueve francés parió un puñado de autores paradigmáticos: Balzac, Flaubert, Zola, Hugo. Pues bien, Jean Valjean, intérprete estelar de "Los miserables", que coronó a don Víctor gloria nacional gala, inspira al analista atento la repulsión anexa a una perfección sin fisuras encarnada por Valjean, ese monstruo tierno como Frankestein, astuto como Carlos Fabra, atlético como Urtain -véase el espectáculo de "Animalario"-, filantrópico como Bill Gates. Paul Lafargue ("El Derecho a la pereza, 1883") anota que todos ellos propalaban "malgré lui", un perverso mensaje subliminal: la revolución industrial, capitalista y burguesa no era responsable de la esclavitud laboral (jornadas de 12 horas), la explotación infantil, las insoportables desigualdades sociales. No. Puesto que cualquier mindundi emergido del arroyo puede alcanzar la excelencia con el solo concurso de sus facultades.

El mismísimo Valle-Inclan, y no digamos su primer progenitor Galdós, diseñó en gran parte de su obra adalides francamente asquerositos: Cara de Plata (Comedias bárbaras), el marqués de Bradomín (Sonatas), etc, hasta que, ya en su madurez, vino a corregir tamaño dislate mediante los geniales esperpentos. "Personajes más o menos heroicos, descritos desde una perspectiva superior, estratosférica, y sometidos al efecto de los espejos deformantes del Callejón del Gato -aun subsistente en Madrid-", según los definió el propio gallego. Pero Don Ramón, tal vez subyugado por el bohemio sobrenatural Alejandro Sawa, no pudo menos que glorificarlo en "Luces de Bohemia" a través de Max Estrella, ejemplo de todo aspirante a literato.

Ya que estamos en España, -la de rodeos que doy antes de ir al impulso primero confirman que escribir con propiedad es merodear, o sea divagar, camuflarse quiero decir-, como el que no quiere la cosa, enfilo directamente a Arturo Pérez Reverte, cartagenero por el que siento envidia muy malsana, mire usted, por sus logros en la vida, a saber: audaz reportero de guerra, precoz vendedor multitudinario de aventurillas herrumbrosas, navegante en su yate, erudito exhaustivo y riguroso en lo suyo (Armas, Barcos, Geografía e Historia) que no es precisamente la literatura, académico en la Real, columnista de ABC, propietario de 3.000 volúmenes, residente potentado aquí al lado, en Galapagar... Domina Pérez con primor los endemoniados mecanismos internos, semejantes a un reloj de cuerda, indispensables para pergeñar un artefacto impreso capaz de enganchar, entretener, agilipollar al lector desavisado, o no tan acrítico, pues yo mismo estoy engullendo con la nariz tapada las 725 páginas del reciente tocho revertiano. A su través, memorando anteriores productos del cartagenero ("Alatriste", "La piel del tambor", "La carta esférica", etc.), se repite, cual gazpacho apepinado, la esfinge del guerrero chotuno: "Espalda ancha, manos fuertes, presencia sólida. Y sí. Peligroso es la palabra. No es difícil imaginarlo con el pelo revuelto, en mangas de camisa, sucio de sudor y salitre. Gritando órdenes y blasfemias entre humo de cañonazos...

Tampoco es difícil imaginarlo arrugando sábanas bajo el cuerpo de una mujer" ("El Asedio", Ed. Alfaguara 2010). El tal Pepe Lobo - apellido que ruboriza por su obvia referencia lupina- atesora (¿) por añadidura, como Alatriste o Coy, imperturbabilidad soberbia ante las vísceras derramadas de sus "compadres" en derredor, escucha displicente el silbido de proyectiles que le peinan el tupé, nos induce un complejo de cobardía vil, al tiempo que inocula un pelotazo de machofilia turbia y cuartelera. (Reléase aquí mi libelo "La guerra de Reverte").