La trompeta quebró el silencio de la noche. El tambor tensó su piel y sudó lágrimas de sangre. El oboe lanzó una nota lastimera y las postizas temblaron de dolor. Lloraron la pandereta y el violín. Rompió sus cuerdas la guitarra y las armónicas dejaron escapar el más amargo de sus sonidos. Enmudecieron los discos en sus eternos surcos y las partituras lloraron tinta por el pentagrama del alma. La orquesta de Ritmo, en la alta madrugada, anunció al mundo con su dolor y lamento que Nacho nos había dejado para siempre. Y ese local que fue confesionario nazareno, club de tertulia, santuario de la música, altar para rendir culto a Murcia y joyero donde se guardaban los más bellos afectos, enmudeció para siempre en medio del dolor de ausencias que produce la muerte canalla y ciega.

Dicen, los que de esto saben, que en la soledad de la madrugada el empedrado de la calle de la Sociedad se retorció en sus raíces milenarias y se lo dijo a la cercana torre para que doblaran a muerto sus campanas. Que la aurora avisó a Carrascoy, por donde el sol aparece, para que el domingo tiñera de luto sus dorados rayos y que, al marchar hacia su ocaso, por la senda del viejo Malecón, avisara a la luna para que al iluminar a Murcia cubriera de negros crespones la oscura noche del alma.

Dicen, los que de esto saben, que en la céntrica calle de esta Murcia eterna lloraron balcones y ventanas. Se retorcieron de dolor los enrejados de siglos y los miradores, tras los cristales, se empañaron de lágrimas. Se retorció en sus ejes una persiana cuando unas delicadas manos de mujer, las de su querida Gloria, su vecina de toda la vida, colocó el tremendo mensaje sobre sus láminas de metal «Cerrado por defunción».

Dicen, los que de estos saben, que lloraron las estrellas y los ángeles, serafines y querubines, escondieron sus caritas compungidas entre las cortinas de seda de los cielos eternos para llorar la muerte del amigo.

Dicen, los que de esto saben, que en el armario lloraron una túnica blanca y una capa verde y otra morada de estante y hasta las enaguas y las medias de repizco derramaron lágrimas de seda como cera que se derrite en la noche del dolor. Todos lloraron su ausencia. Bueno, todos no, pues dicen los que de esto saben, que un escapulario con la hermosa cruz trinitaria se escapó del encierro y fue rápido a buscar su pecho todavía caliente. Y allí, sobre el frío lecho mortuorio, lo abrazó como tantas veces había hecho en vida. Como cada martes santo. Era el símbolo del definitivo Rescate. La cruz secular de los trinitarios, la roja y morada, salió a su encuentro para abrazarlo y liberarlo. Para rescatarlo de las muletas, la silla de ruedas, las largas sesiones de quimioterapia y los malditos orfidales que le servían de puntal a su cuerpo dolorido y extenuado.

Dicen, los que de esto saben, que en la fría madrugada y en la soledad de la iglesia de San Juan, el corderito que, a sus pies, mira fijamente al Bautista de Dupart dejo correr desde sus ojos al morrito lágrimas de dolor por la pérdida del amigo. Y que su desgarro fue un balido que hizo temblar hasta los cimientos del que fuera primer templo de la Murcia conquistada.

Dicen, los que de esto saben, que fueron los ángeles los que le ayudaban siempre para que no perdiera la sonrisa de su rostro pese al inmenso dolor que produce el dolor. Que Nacho, nuestro hermano Nacho, tuvo siempre consuelo y cariño para todos. Que de nosotros se preocupaba, aunque fuera por un sencillo constipado mientras él padecía en silencio todo el peso de una cruz que soportó en este calvario más de nueve años.

Dicen, los que de esto saben, que una eterna mujer guapa y morena cubierta de verde manto y coronada de reina lloró lágrimas de perlas en la soledad de una capilla donde, desde siempre, Nacho rezó ante sus divinas plantas e incluso la acompañaba cada martes santo por el via crucis de la Murcia penitente aun faltándole las fuerzas. Arrastrándose. Apoyándose en sus muletas, pero siempre cerca de Ella. A su lado. Solo esta divina mujer sabe los intensos diálogos de amor que ese joven nazareno entablaba con ella bajo la cárcel de cartón del capuz penitente y en el anonimato que da la túnica de una procesión.

Dicen, los que de esto saben, que cuando ya estaba sedado y su alma presta a dejar esa cárcel enferma donde había estado encerrada tanto tiempo, en una esquina de la habitación del Morales Meseguer, apareció un hombre de bello rostro, pelo largo y tez morena. Como llevaba las manos atadas, lentamente y mirándole a sus ojos, se fue soltando las ligaduras y se las tendió con infinito amor. En ese momento, dicen los que de esto saben, se escuchó una voz dulce y serena, la voz más hermosa que de garganta alguna pueda salir y que mirándolo fijamente a la cara y tendiéndole sus manos desatadas de las ligaduras le dijo con infinito amor: «Nacho, ten fe, valiente. Aquí no acaba tu historia, pues tu Cristo del Rescate, te va a llevar a la Gloria».