Andan estos días los vecinos del Barrio de la Asunción de Cieza con la mirada nubosa y el rostro sombrío, indiferentes al bullicio que va creciendo en el regazo de las vísperas de feria. Se diría que el calor que cae a plomo en estos largos sesteros de agosto no termina de templar el soplo de hielo que supuso la noticia del fallecimiento de Manuel Verdejo Miñano. Mito de la Semana Santa ciezana y elemento insustituible del paisanaje castizo del casco histórico de la villa, la ausencia de Manolo deja una herida en la piel identitaria del barrio, marcado para siempre por el carisma magnético y la personalidad cervantina de este enjuto caballero, escapado de otra época y necesario en todos los tiempos.

Fue maestro de profesión y figura esencial en la formación de tantas generaciones de ciezanos en el colegio Juan Ramón Jiménez, pero su magisterio se extendió lejos de las aulas y lo abarcaba todo con la forma de la ejemplaridad; ya fuera en su fidelidad profesional a la rebotica de la Farmacia de Jordán, en la que trabajó como auxiliar tantas décadas, o en la presidencia de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Agonía, un brillante y fecundo periplo de diecisiete años que concluyó con la recordada celebración del 75 aniversario fundacional. No había nada más importante para él que la educación, y de educación se inundaba para tratar con el mundo. Daba igual que llevara una tiza en la mano, que vistiera una bata blanca o que se ciñera un cíngulo sobre la túnica negra: su firmeza de propósito y su inconfundible cordialidad hacían guardia las veinticuatro horas del día para atender alumnos, cofrades o dolientes; todos eran atendidos con idéntica distinción de modos, como si siempre tuviera Manolo delante a la persona más importante del mundo.

Hizo legión de amigos en la familia nazarena, como tantas veces ocurre, y los conservó a todos durante su larga gestión, cosa menos frecuente. Llevó la presidencia con espíritu de servicio y supo rodearse de estupendos colaboradores, con los que fue escribiendo para la Cofradía de la Agonía algunas de las páginas más brillantes de su historia, y cuando llegó el momento, sin el menor aspaviento ni petición de honores, pasó a ser un hermano más con la humildad y el entusiasmo de siempre. Los reconocimientos llegaron, tanto entre los suyos como en la Semana Santa en su conjunto, de la que fue Nazareno del Año en 2007, pero no descompusieron el trazo prudente y amable de su enhiesta figura, siempre a medio fraguar un saludo, siempre dispuesta a estrechar una mano o a recibir con un abrazo a un viejo amigo.

Huérfana de Manolo Verdejo, hoy se antoja la realidad un poco más hosca, más fría, más calculadora y taimada. Se difumina esa pátina de hidalguía de corazón con la que Manolo ennobleció su paso por esta vida. Pero se ve que se le hizo un mundo esperar a otro Jueves Santo, remoto allá en el abril de un año que aún no ha nacido, y ha querido comenzar ya su guardia eterna junto al Cristo de la Agonía. Descansa en paz.