Corrida de la Prensa. Corrida de la PrensaMurcia

Menos de media plaza. Sol. Cinco toros de Parladé y uno, el segundo, con el hierro de Juan Pedro. De gordas, hondas y amontonadas hechuras. Decepcionante juego. Pesos: 529, 568, 516, 539, 547, 513. Rafaelillo (carmesí y azabache): vuelta al ruedo tras petición y ovación de consolación; Sebastián Castella (azul rey y oro): ovación tras petición y silencio; Paco Ureña (marino y oro): ovación tras petición y dos avisos y dos orejas.

La Corrida de la Prensa cumplía cien años. Y los centenarios de esta Plaza de Murcia, tan hermosa, parecen gafados. Mi memoria guarda aún el recuerdo del aciago centenario del edificio, tan primorosamente preparado, tan cuidado al detalle, tan mimado... y tan desastroso taurinamente hablando. La Corrida de la Prensa no escapó al gafe de los cien años y la corrida de Parladé, achichonada, redonda, con su seriedad, si acaso de hechuras amontonadas -por poner un pero-se cepilló el espectáculo.

Rafaelillo, después de jugarse la vida en dos largas cambiadas a porta gayola, de apostar muy en serio con la mano izquierda ante el primero de la tarde -tres naturales ligados y dos más tras una pausa en la primera serie fueron de una pureza y una perfección totales-, de pretender estar muy vivo y activo con su lote... se fue con la cara partida. El primero se puso áspero y a la defensiva tras la primera serie y el cuarto se echó para no volver a levantarse.

Lo de Castella no fue tan flagrante, pero sí igualmente frustrante. Al segundo de la tarde le pudo cortar hasta una oreja. Hubiera sido una oreja pobre, pero oreja hubiera sido. Tuvo pegada el arranque con seis muletazos, de frente y de espaldas según viniera el toro, sin moverse del sitio. El resto de la faena no pasó de solvente porque el de Parladé, de andar cansino, impotente, no dio para más. El recuerdo de lo que sucedió en el quinto viene entorpecido por una nebulosa. Es decir, que no pasó nada.

La tarde iba desvaneciéndose. Ni siquiera la queja de Paco Ureña, que había estado bien con el tercero, porque no se le dio la oreja del tercero -fenomenal el quite por gaoneras-, rescataba el espectáculo. Y cuando el sexto toro asomó por chiqueros andando desganado, como si paseara por la dehesa, el personal se cabreó mucho. En ese momento nadie sospechaba que el lorquino lo iba a hacer romper, lo iba a sujetar y convencer, lo iba a provocar para pegarles muletazos magníficos. De partida, en el capote, el toro le pegó tres regates. Y en seguida estaba estirado Paco a la verónica con una decisión inaudita. Pero iba a ser en el último tercio cuando Ureña iba a convencer con motivos a un público ávido de que se le convenciera. Muy firme el torero, templados los brazos y las muñecas, poderoso el trazo cuando convino y perfecta la presentación de la muleta para volver a enganchar una embestida que iba y venía sin especial celo. Puso mucho Ureña. Puso el toreo y hasta las lágrimas cuando le dieron las dos orejas.