Leo -otros creen que son ellos los que generan el discurso mundial y los únicos que le abren la puerta a las palabras- en un autor aragonés -pero que podría ser de cualquier otra península autonómica de las muchas que ocupan el espacio de España- una serie de ataques desesperados contra la pobreza de la política cultural de esa tierra, a la que tacha de insuficiente, incapaz, menguada y toda otra serie de lindezas que se refuerzan con la intervención del desprecio, el insulto y la descalificación, una agresión hacia el lugar que ocupa, vive y que tanto le hace penar si tenemos en cuenta los agravios que padece, la pesadilla que experimenta. Ya se sabe que los escritores son aficionados a los desplantes toreros y a los denuestos, a manejar con destreza la palabra y cuando se arrancan por bulerías, capaces de arrasar, como las plagas de langosta, todo lo que encuentran por el camino.

Quien escribe contra el páramo de su tierra natal, aparece como lobo solitario y feroz, y aunque no haya montañas baja de ellas, se despacha a gusto pasando revista al corazón cultural de un espacio copado por autores angustiados y resentidos, quejosos de su suerte, ignorados por las editoriales comerciales, marginados por el prestigio que concede la fama de la gente de letras, una pequeña capa elitista y minoritaria que siempre, dicho sea de paso, mete mucho trueno en la prensa, baza en los medios, pero aparece desligada de una sociedad que siempre aparece como la mala de la película al ser analfabeta, pasar de los asuntos culturales, olvidar a sus héroes de la pluma, consumir droga televisiva, empanzurrarse de folletines, tragarse todos los lugares comunes sin pestañear, no ofrecer ayuda al sediento ni al hambriento de fama y gloria.

No es sólo en Aragón en donde hay palos para el cerrado ambiente, también en Andalucía o en el hoyo verde de Galicia, aunque con condiciones distintas, se reparte estopa. Si en la Galicia artística está mal visto españolear entre la tropa bloqueña, en Pamplona, según sus detractores, se pone correr al toro como la cima de la cultura navarra, como la épica que ha de ser escrita, la tragedia que ha de venir. Y podría ahondar en algunos territorios pequeños, reducidos, que han salido de la fragmentación de la antigua España en pequeños reinos de taifas, pero no es cuestión de ahondar en ese punto, sino en el vigor de ese sentimiento trágico -horror para otros- que inspira el ser y el vivir en provincias, fuera del marco de la internacionalidad que concede la capital, ingresar en los paneles de la gloria y pasear por la villa y corte, lugares que son recorridos por los escogidos de la fortuna, aquellos a los que se les envidia.

Pero no crean que siempre el agujero provinciano está visto desde el plano crítico. Tengo para mí que si existen las diatribas contra la negra provincia, también acoge esta en su seno a los mayores aduladores que existan en este mundo. En toda provincia se asientan muchos .que algunos llaman costumbristas- que sólo son capaces de acudir al elogio y al ditirambo -una exageración del anterior- para cantar y contar las excelencias de la tierra que les vio nacer, la mejor tierra del mundo, la única, bella en sus monumentos -aunque no los tenga-, deliciosa -aunque sea tediosa y desnutrida- y de gran viveza cultural -aunque se asiente allí el desierto-. Sus mujeres, según indican los defensores de esta segunda corriente, son las más bellas del mundo, sus escritores, los más singulares, genuinos y brillantes y su hospitalidad alcanza altísimas cotas.

Y así transcurre la vida. Para unos, críticos provincianos, negativos y demoledores, la ciudad natal es pantano inmundo, desierto irredento, donde no florece la belleza ni la inteligencia; para otros, benévolos, su negra provincia es paraíso terreno en donde se hacen acomodo todas las bondades de los que el hombre pueda disponer, lugar que exhala azahar y esencias orientales, ciudad que redime de los males universales, cetro de la caballería. Quien se lanza por denuestos, suele encontrar oposición generalizada de los estamentos oficiales, de los mandatarios, de los fieles escuderos al servicio de la estabilidad y se apartan o son apartados como apestados, deslenguados, leprosos acusadores de los que hay que separarse. Quien se lanza por la vía opuesta, cantando alabanzas, afirmando siempre, repartiendo flores y amabilidades a las gentes, a las mujeres, a los escritores, a los gobernantes, a quien se tercia, son aquellos que no quieren crearse enemigos, los que no quieren dilucidar entre al verdad y la falsedad, los que mantienen inocentemente el juego de la mentira necesaria, aquella que es necesaria para procurar la piedad. O los que tienen el alma llena de inocencia y estupidez.

Estoy cansado -aunque me divierte- escuchar a las dos tendencias que señalo. A los que arrasan con todo porque creen que la vida comienza con ellos o los que, estómagos agradecidos, estiman todo el mundo autóctono como güeno, como los del Betis. Lo único que me fastidia del asunto es que los dos planteamientos se eternizan incluso en la tierra que habito y no hay manera de escapar de la trampa que engendran.