El recuerdo de viaje me habla de un museo muerto. Ojalá estuviera vivo. Pero ya no vive. Un museo en la naturaleza, cerca del mar. Las formas del hierro y el cemento buscando huir de las tradicionales y paralepipédicas cuadraturas que la Historia otorgó a tales materias. Un lápiz y un sacapuntas. Y una tipografía sobria y eficaz, como corresponde a un sentir vasco que no persigue excluir a nada, ni a nadie. Madera y grafito, hojilla de acero en el instrumentillo afilador. Son como adarga antigua y lanza en astillero de aquel hombre bueno, Chillida llamado. Sombras construyen espacio y la madera de fondo, un fondo que es soporte, y mostrador de que no fue un sueño aquel viaje al norte. Hacia la luz apunta el lanzón, como señalando el origen primigenio de todo arte, que es esclarecer las cosas, más allá de la razón, en los dominios de la creatividad despierta y en vigilia por ver nuevos caminos válidos. Unos caminos al margen de la extravagancia y el capricho de quien usurpa espacios al artista. Un sacapuntas y un lápiz, bien diseñados, acordes con la marca y el alma que nutre su ser por entero. Eso es casi todo. El resto es clamor de natura.